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Mayor seguridad requiere mejor espacio público.

 

Febrero 13, 2013

¿Es posible sumar desde otra mirada disciplinar a un problema tan complejo y urgente? ¿Un buen espacio público puede inducir comportamientos sociales y hacer más segura una ciudad? Algunos sostienen que reparar rápido las “ventanas rotas” y volver a pensar la calle son la mejor política preventiva.

En 1969 Philip Zimbardo, profesor de la Universidad de Stanford, realizo un experimento en el marco de sus investigaciones sobre psicología social. Estacionó un automóvil sin patente con el capot levantado en una calle del descuidado Bronx de Nueva York; y otro similar en una calle del rico barrio de Palo Alto, California. El automóvil del Bronx fue atacado en menos de diez minutos. Su  aparente estado de abandono habilitó el saqueo. El automóvil de Palo Alto no fue tocado por más de una semana. Luego Zimbardo dio un paso más, rompió una ventana con un martillo. De inmediato los transeúntes comenzaron a llevarse cosas. En pocas horas, el auto había sido totalmente deteriorado. En ambos casos muchos de los saqueadores no parecían ser gente peligrosa. La experiencia, que derribó más de un prejuicio, habilitó que los profesores de Harvard George Kelling y James Wilson desarrollaran en 1982 la Teoría de las Ventanas Rotas: “Si una ventana rota se deja sin reparar, la gente sacará la conclusión que a nadie le importa y que el lugar no tiene quien lo cuide. Pronto se romperán más ventanas, y la sensación de descontrol se contagiará del edificio a la calle, enviando la señal de que todo vale y que allí no hay autoridad”.

A raíz de ello Kelling fue contratado –mucho antes de Rudolph Giuliani y sus controvertidas políticas de “tolerancia cero”– como asesor del subte de Nueva York, donde reinaban la inseguridad y el delito. Su primer desafío fue convencer al progresista alcalde de la ciudad, el demócrata Ed Koch, que la solución no era poner más policía y hacer más arrestos, como la mayoría reclamaba, sino limpiar e impedir sistemáticamente los graffitis en los vagones, hacer que todo el mundo pague su boleto, y erradicar el vagabundeo en el subte. Pese a la lluvia de críticas, la transformación del Metro de Nueva York comenzó mediante símbolos y detalles concretos, pero muy visibles, que restablecían el orden y la autoridad. Hasta el afamado diseñador Massimo Vignelli, autor de la señalización, resolvió invertir los colores de sus carteles a tipografía blanca sobre fondo negro para desalentar a los graffiteros. Hoy es un modelo de espacio público seguro y eficiente; y un emblema que los neoyorquinos no están dispuestos a volver a poner en riesgo.

La idea es sencilla pero poderosa: Las malas costumbres se contagian rápido; pero las buenas, con esfuerzo y continuidad, pueden desplazarlas. ¿Cuantas cosas a nuestro alrededor están en estado crítico por nuestra indiferencia ante el primer síntoma de que algo no estaba bien? ¿Cuántas ventanas rotas vemos por día? Se trata de marcar los límites y evidenciar malas prácticas y hábitos con estrategias situacionales y preventivas que involucren tanto a las autoridades como a la comunidad en una resolución participativa de los problemas. Pero también reivindicar el rol del Estado en la regulación y control de un ámbito donde siempre debe privilegiarse el interés general por sobre cualquier apropiación particular –pequeña o grande- por mas justificada que sea. A diferencia de lo que muchos sostienen desde una errónea perspectiva libertaria, la convivencia democrática en el espacio público exige restringir la libertad individual para maximizar su buen uso y el disfrute colectivo.

 

Veredas, Buenos Aires

Buenos Aires

Algunas de las ciudades más exitosas en esta materia han salido de sus espirales de deterioro conjugado la planificación proactiva con alta calidad de diseño, materiales y construcción;  sumado a la instalación de una cultura de la higiene urbana y el mantenimiento constante; o como le gusta decir al ex-alcalde de Curitiba, Jaime Lerner: “Obsesión por la acupuntura urbana”.

Buenos Aires

Buenos Aires

Una de las primeras en señalar estas cuestiones fue Jane Jacobs, famosa y polémica militante por los derechos civiles en Nueva York. Inicialmente ridiculizada por los tecnócratas del urbanismo moderno, hoy es reivindicada y citada hasta por el propio presidente Obama. En su libro “Muerte y vida de las grandes ciudades” (1962) va a rescatar las ricas preexistencias de la ciudad multifuncional, compacta y densa donde la calle, el barrio y la comunidad son vitales en la cultura urbana. “Mantener la seguridad de la ciudad es tarea principal de las calles y las veredas”. Para ella una calle segura es la que propone una clara delimitación entre el espacio público y el privado, con gente y movimiento constantes, manzanas no muy grandes que generen numerosas esquinas y cruces de calles; donde los edificios miren hacia la acera para que muchos ojos la custodien.

Como plantea la ONU: “El futuro de la humanidad y del planeta depende de tener mejores ciudades”. Sabemos que replegarnos al espacio privado, o huir al insustentable urbanismo difuso de las periferias no es solución y agrava el problema. Nuestra “calidad de vida” no puede depender de ghettos custodiados por murallas, alarmas y ejércitos privados. Por eso reducir la inseguridad y los niveles de temor es tan prioritario como hacerlas más eficientes, integradas y creativas. Debemos volver a mirar el espacio público como el corazón de la vida moderna; su diseño, su uso, su gestión y nuevas funciones. Invertir nuestra habitual lógica proyectual y definir los sólidos solo a partir de una clara toma de partido sobre que vacíos queremos. Desde allí repensar la calle, la plaza, el parque; el arbolado y el paisaje urbano, aquello que nos permite construir identidad y experimentar el encuentro, el intercambio y la diferencia. “Un sitio se hace lugar solo cuando nos apropiamos culturalmente de él”, diría Heidegger.

 

Buenos Aires

Buenos Aires

 

Recientes investigaciones demuestran que estas correspondencias entre diseño urbano, comunidad y espacio público son complementos ideales para la implementación de una política de seguridad consistente. Bill Hillier, Profesor de la Universidad de Londres, desde su Laboratorio de Sintaxis Espacial investiga y mapea los flujos entre delito, lugares y población. Millones de datos relevados y años de análisis le han permitido concluir, igual que Jacobs, que la ciudad compacta y densa es más segura que los barrios residenciales de baja densidad. Las zonas especializadas o mono-funcionales con poca presencia de viviendas -que pierden vitalidad y peatones a cierta hora- tampoco son recomendables. La calle vuelve a ser clave y recomienda anchos acotados -no sobredimensionarla- y tejido compacto mediante edificios que conformen una grilla con buena densidad poblacional. Las torres exentas con rejas o paredones hacia la calle y los shoppings endogámicos que se aíslan del espacio público, no ayudan. Lo ideal: Manzanas con comercios en planta baja y  edificios de departamentos en los pisos superiores, conformando calles y barrios animados y heterogéneos que mezclen distintos tipos de gente y actividades; desde educativas, culturales, e institucionales, hasta comerciales, turísticas y productivas ambientalmente compatibles.

Buenos Aires

Buenos Aires

La problemática de la seguridad debe ser parte de la normativa urbanística y de los retos iniciales del proyecto, la arquitectura y la obra pública. Las angustias e imposibilidades actuales nos desafían a exigir e innovar desde otras lógicas, con mayor participación y menos especulación. Tal vez desterrar lo que Luis Fernández Galiano denomina “arquitectura urbicida” -aquella que responde más al ego y/o a una oportunidad de negocio que a hacer mejor ciudad- sea un buen comienzo.
Martín Marcos

Arquitecto y urbanista. Profesor Titular FADU UBA.

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Hombre de Pueblo: ¿Fue la Arquitectura de Oscar Niemeyer Realmente Comunista?

 

 

Carolina A. Miranda

Publicado en el número de Enero 2013 de la revista ARCHITECT, Órgano del AIA (American Institute of Architects)

Traducción de  Germán Téllez C.H.F. AIA

 

(Nota al Lector : En contraposición a la oleada panegírica a la obra de Oscar Niemeyer, la siguiente  evaluación,  de la autoría de una estudiosa de origen latinoamericano, permite tener una visión equilibrada, realista y en contexto histórico de la muy contradictoria figura del célebre arquitecto brasileño).

 

Uno de los más improbables edificios jamás diseñados por Oscar Niemeyer se puede hallar en Brasilia, la capital federal que ayudó a concebir y construir. El Ministerio de Defensa es, en muchos aspectos, Niemeyer clásico: una estructura plana, como de caja para zapatos apareada con una alegre plataforma para presenciar desfiles militares que evoca el bucle de una ola rompiente. Hacia un costado, un auditorio parcialmente enterrado semeja un arácnido de concreto, listo para correr hacia la salvaje llanura brasileña. El ministerio es notable por variadas razones. Una, representa una pieza de arquitectura desbocadamente moderna para los  militares brasileños, socialmente conservadores. (Según cuentan, el proyecto fue aprobado luego de la pregunta de Niemeyer a un general de alto rango : “¿En una guerra, qué prefiere Usted, armamentos modernos o los más clásicos?).

 

Pero, más significativamente, el ministerio surge como un testamento a los impulsos contradictorios de uno de los arquitectos de mayor renombre mundial. Un deslenguado izquierdista y miembro veterano del partido Comunista brasileño, Niemeyer diseñó el edificio en 1967 para el ejército, – sólo tres años luego de que un régimen de radical ala derecha había tomado el control del Brasil mediante un golpe de estado – y en el mismo  año pasó a un exilio autoimpuesto en Europa. De hecho, estaba trabajando ese proyecto exactamente para la misma institución oficial que le había hecho miserable su existencia desde el golpe militar de 1964: saqueando su oficina, sometiéndolo a interrogatorios forzosos, encarcelando y torturando a sus amigos y haciendo cada vez más difícil su trabajo en el Brasil. Perdió el proyecto del terminal del aeropuerto de Brasilia luego de que el Minsitro del Aire declaró que “el lugar para los arquitectos comunistas era en Moscú”.

 

Cómo logró Niemeyer hacer a un lado sus ideas políticas y las circunstancias de su propia persecución para completar el proyecto del Ministerio de Defensa es un misterio. Más tarde en su vida, Niemeyer esquivó meticulosamente las preguntas sobre ese tema. No hay una sola mención de ese proyecto en Curvas del Tiempo (2007), su autobiografía de casi 200 páginas.

 

Cuando Niemeyer murió en Diciembre del 2012, apenas cinco días antes de su cumpleaños # 105, la vida de una de las figuras más polémicas de la arquitectura llegó a su final. Siguió siendo un comunista irredento hasta el final, aunque sus diseños poco o nada tuvieran de tal ideología política. Su ataúd estuvo flanqueado de ofrendas florales enviadas por Raúl y Fidel Castro, pero sus rimbombantes edificios fueron creados todos para el poder político de turno: desparramadas residencias para la elite brasileña, clubes náuticos para dueños de yates, teatros de lujo, la sede las Naciones Unidas, (en equipo con Le Corbusier y otros) y demasiados ministerios gubernamentales para hacer aquí la lista de ellos.

 

El mayor cliente de Niemeyer, de hecho, fue un presidente, quien bailaba samba y cargaba una .25 alemana debajo de sus trajes de fina sastrería. Juscelino Kubitschek fue un carismático médico empeñado en transformar a su país en un estado moderno. Previamente había sido gobernador de Minas Gerais, un rico estado minero – la versión brasileña de Texas – donde rehízo toda la red de energía eléctrica y construyó casi 3000 kilómetros de carreteras. (Al presente, Minas Gerais posee una de las economías más importantes del Brasil, produciendo la mayor parte del mineral de hierro del país, así como el acero y la maquinaria industrial. Su ingreso es apenas tercero en la nación, luego de Sâo Paulo y Río de Janeiro.)

 

Como político, Kubitschek era tan visionario como oportunista. Votó por la ilegalización del partido comunista brasileño en 1947 y sin embargo, aceptó tácitamente el apoyo del partido cuando se candidatizó a la presidencia menos de una década más tarde, ganando así una elección entre tres candidatos por un pelo. A pesar de estar elegido con sólo el 36% del voto total, la meta principal de su administración fue construir una ambiciosa capital en el interior deshabitado del Brasil. Inició la planeación de Brasilia a mediados de los 50 sin abrir un concurso para los contratos de construcción, lo cual violaba las leyes federales. Para cubrir los costos de construcción simplemente hizo imprimir más dinero y aumentó la deuda nacional e internacional. Sus críticos lo llamaron “Faraón Juscelino” . La respuesta tajante de Kubitschek fue : “La capital se traslada y si alguien trata de detenerla, el pueblo lo linchará.”

 

A pesar de compartir una terquedad obsesiva – para no mencionar sus muy saludables egos – Niemeyer y Kubitschek no podrían haber sido más diferentes a nivel ideológico. Kubitschek buscaba industrializar el Brasil, haciéndole la corte a inversionistas de países como los Estados Unidos ;  a Niemeyer se le conocía por lanzar frases como “el capitalismo es pura  mierda”. Y sin embargo, para la gran obra de Kubitschek, Niemeyer entregó algunas de las estructuras modernas más icónicas del siglo XX: el Congreso Nacional, con sus dos esbeltas torres y sus salas de asamblea y senado en forma de grandes platos; un palacio presidencial soportado por etéreos arcos en forma de lanza y una arremolinada catedral forrada en vitrales coloreados. Recordando una visita a la ciudad en los primeros años 60, Yuri Gagarin dijo : “Tuve la impresión de haber aterrizado  en otro planeta”.

 

Los edificios dejaban sin aliento al observador y la ciudad era futurista, pero la monumental escala de Brasilia – en la cual un puñado de hombres controlaban la totalidad del paisaje terrestre y celestial  –  a duras penas parecía tener alguna relación con los ideales colectivistas de Niemeyer. Kubitschek había obtenido los terrenos, el dinero y la voluntad política. Niemeyer produjo los edificios más importantes. Y el plan maestro fue diseñado por Lúcio Costa, un arquitecto y planificador urbano con base en Río, quien había sido el  mentor de Niemeyer y su más importante defensor. Para Brasilia, Costa diseñó un esquema consistente en dos ejes intersectados en cruz. Las principales estructuras gubernamentales ocupaban el eje  este-oeste, y los superbloques residenciales corrían de norte a sur. El reticente Costa jamás fue un impetuoso adherente político según el molde de Niemeyer (“ No soy ni un capitalista ni un socialista; no soy ni religioso ni ateo” dijo alguna vez.). Su  nueva ciudad ingénitamente corbusiana, con su ordenada separación de funciones, contiene algunas venias a la transparencia y los valores igualitarios : las áreas residenciales están rodeadas de árboles y no de muros y los bloques tienen números y no nombres de héroes coloniales. Pero Brasilia no fue diseñada con la intención de mejorar el nivel de vida del pequeño residente. Su enorme escala, explicó Costa, daba a entender que “la ciudad no era de provincia sino una capital”. La cruz labrada en la planicie era “un acto de posesión”.

 

“Aunque esa retórica anunciaba que la nueva ciudad crearía una sociedad democrática e igualitaria” escribe el historiador David Underwood en “Oscar Niemeyer y la Arquitectura del Brasil” (1994), “Brasilia es una ciudad nacida de ambiciones imperiales y como tal solo podría reforzar estructuras coloniales.” A nivel simbólico, los amplios bulevares y austera arquitectura terminaron funcionando bien, tanto para la dictadura militar de derecha de los años finales de 1960 y 1970, como para el idealista Kubitschek. De hecho, el líder militar Emilio Garrastazu Médici – uno de los más notorios violadores de los derechos humanos en el país, – decretó que los ministros del gabinete sólo podrían despachar sus asuntos en Brasilia. El crítico Robert Hughes describió la ciudad como un “horror utópico”. Otro escribió más tarde que el Ministerio de Defensa de Niemeyer era la clase de “estructura que no habría estado fuera de lugar en el Irak de Saddam. Niemeyer , sin embargo, defendió su trabajo y el de Costa hasta el final. “Brasilia funciona” dijo al New York Times en el 2005. “Hay problemas. Pero funciona.”

 

La arquitectura de Niemeyer, sus amistades y su estilo de vida han sido mostrados como evidencia de que era un comunista de silla de brazos, lamentando con un chasquido de sus labios la situación de los desvalidos mientras rodaba alrededor de Río en un auto deportivo italiano. Ciertamente,  algunos de sus encargos profesionales – tales como el Ministerio de Defensa – parecen desafiar toda posible explicación, pero la práctica profesional de Niemeyer no era enteramente contradictoria con sus ideas políticas. Primero y ante todo, se debe tener en cuenta el contexto. Brasil, en las décadas intermedias del siglo XX no era exactamente la clase de lugar donde los diseñadores (o el gobierno,  si a ello vamos) se sentaban a contemplar soluciones de vivienda para los pobres. Una reducida elite de piel blanca controlaba prácticamente todo, incluyendo la mitad del ingreso nacional. Cualquier arquitecto que quisiera comer no tenía otra alternativa que la de trabajar para ellos.

 

Más importante aún, los criterios políticos de Niemeyer no deberían ser considerados como una especie de rehenes de lo que en los Estados Unidos se entendía como comunismo. La cultura del Miedo Rojo en Norteamérica ha asociado de tiempo atrás al comunismo con el poder autoritario del estado soviético o con uno de los movimientos armados apoyados por éste (pensar : Cuba). Para toda una escuela de izquierdistas latinoamericanos, sin embargo, el comunismo – y el socialismo, también – representan un concepto algo menos radical, no referido a establecer una dictadura del proletariado sino a señalar problemas sociales en un continente donde son intensos y desenfrenados (en los primeros años 80, Brasil tenía una rata de pobreza del 50%, pero hoy está en 21% con una rata de pobreza extrema del 13%). El comunismo latinoamericano no es necesariamente un movimiento claudicante ante los sovéticos. En un discurso en 1963 en Moscú, Niemeyer dijo, ante una muy numerosa audiencia : “en lo político estoy con Ustedes. Pero su arquitectura es atroz.”.

 

Ciertamente, la esbelta estética de las obras de Niemeyer no podría ser más diametralmente opuesta a los estilos soviéticos de los años 40 y 50. Los soviéticos condenaban el modernismo como decadente mientras Niemeyer no podría haberlo celebrado más brillantemente. La Unión Soviética había gozado de un breve destello de arquitectura de vanguardia en los años 20, Stalin detuvo esto tan pronto llegó la década de los 30. Las dos décadas que siguieron  verían las calles de Moscú y otras ciudades de países del bloque soviético plagadas de pastiches de retardatarios pastiches de estilos imperiales – gótico, neoclásico, barroco ruso –todos construidos en tamaños gigantescos. Esos numerosos edificios-ponqués de matrimonio condujeron a la revista TIME a concluir en 1958 que “el estilo oficial de la arquitectura rusa se ha detenido desde mucho tiempo atrás en la era del edificio Woolworth (Manhattan)”. Si los edificios soviéticos se lanzaban hacia el cielo, llenos de poder y fuerza, los de Niemeyer flotaban suavemente sobre el horizonte. Donde los estalinistas buscaban intimidar a las masas, Niemeyer quería deleitarlas : “trato de hacerlos hermosos y espectaculares de modo que los pobres se detengan a mirarlos y tocarlos y entusiasmarse con ellos”.

 

Nada de esto busca implicar que Niemeyer estuviese comprando modernismo europeo o norteamericano completo, anzuelo, sedal y caña. Sus edificios, de hecho, incorporan una vena única de pensamiento de izquierda latinoamericano. Durante siglos las elites latinoamericanas habían tomado sus guías intelectuales de Europa – en el caso de la arquitectura, reproduciendo diseños barrocos, neoclásicos y “Beaux Arts” en todas sus ciudades capitales. Pero los movimientos indigenistas del siglo XX cambiaron todo eso. Apoyaron la idea de mirar hacia sí mismos para crear o instituír realidades que reflejaban singularmente las características del Nuevo Mundo. Para muchos prominentes intelectuales – como el chileno Pablo Neruda, premio Nobel – la política comunista trataba de crear, de alguna manera, una identidad exclusivamente latinoamericana.

 

En este sentido, la arquitectura de Niemeyer no podría haber representado mejor los ideales izquierdistas. Sus edificios eran singularmente brasileños en hechura y forma, una sorprendente síntesis de principios modernos, arquitectura popular portuguesa, sistemas constructivos tropicales y las líneas ondulantes inspiradas por uno de los grandes paisajes silvestres del mundo. Sus flagrantes curvas fueron un firme rechazo al áspero modernismo del Bauhaus que emanaba de Europa. “(La arquitectura) debe dar placer y también ser práctica” dijo a The Guardian en el 2007. “Si sólo nos preocupamos por la función, el resultado huele mal”.

 

Así mismo, la construcción de Brasilia podría parecer un gesto locamente autoritario, pero para el Brasil era también un recurso para sacudir y eliminar el legado del colonialismo. “Debemos ocupar nuestro país, marchar al occidente, darle la espalda al mar y dejas de mirar fijamente el océano – como si estuviéramos pensando en partir”, declaró Kubitschek en los últimos años 50. El concepto general de Brasilia, entonces, no podría haber estado más de acuerdo con las simpatías comunistas de Niemeyer. No se trataba simplemente de erigir unos pocos edificios grandiosos en medio de las sabanas centrales sino también de rechazar paternalismos procedentes del Norte y mostrar que el Brasil era capaz de producir sus propias soluciones de diseño – aquellas que podrían resonar a un nivel internacional. Décadas más tarde, en su autobiografía, Niemeyer escribió, “estábamos comenzando a mostrar al Viejo Mundo que no tenía mucho que enseñarnos a nosotros los latinoamericanos.”

 

Las ideas políticas de Niemeyer afloraron en otras y sutiles maneras. Su residencia personal, en Canoas, construida en 1953 carecía de entrada aparte para el servicio doméstico, un desplante escandalosamente igualitario en el Brasil de esa época. En los últimos años 60, Niemeyer diseñó la ondeante sede del partido comunista francés en París (de la cual Charles de Gaulle, inclinado a la derecha política, describió como “la única cosa buena que esos commis han hecho alguna vez”). Dos décadas más tarde, creó una serie de centros educacionales en Río, – conocidos como CIEPS, Centros Integrados de Educación Pública – orientados a estudiantes pobres. Además, se suponía teóricamente que los superbloques de Brasilia alojarían una amplia gama  de residentes en apartamentos similares, de suerte que el abogado y el obrero podrían vivir lado a lado. En la práctica esto no funcionó. Los validos del gobierno ocuparon los superbloques; los pobres fueron relegados a los barrios marginales que rodearon la ciudad. (Niemeyer, sin embargo, difícilmente podría ser culpable de esto). Hay otros ejemplos dispersos de sus inclinaciones políticas, incluyendo una serie ponderosos monumentos públicos tales como el de Mao, en Sâo Paulo, que muestra la silueta sangrante de Latinoamérica grabada en la palma de una mano abierta. (Sutil  no es.)

 

Como se ha dicho repetidamente, Niemeyer sólo produjo un número muy modesto de proyectos socialmente motivados. Explicaba esto diciendo que “no es con arquitectura que se pueden  diseminar ideologías políticas”. Esa es una conveniente posición para un diseñador que era él mismo un confortable miembro de la alta burguesía. Pero eso no significa que sus ideas políticas no se reflejaran de alguna manera en su trabajo. Underwood, quien ha escrito varios libros sobre Niemeyer y lo entrevistó numerosas veces lo describió como un “comunista estético”, alguien que jamás clamó por un alzamiento armado, pero cuyos diseños incorporan una firme resistencia a ideales eurocéntricos.

 

En la aurora del siglo XX, cuando Niemeyer nació, Brasil era, en gran media, un estado agrario. Hoy posee una economía supercargada, produciendo abundantes aviones y automóviles, para no mencionar su arquitectura, desde estadios de fútbol y hospitales hasta resplandecientes centros comerciales. 50% de su población es actualmente de clases medias. En los próximos tres años el país será anfitrión de una Olimpiada y una Copa Mundo. Es interesante que sus últimos dos presidentes han sido socialistas, aunque de la variedad muy marcadamente latinoamericana, tan consciente de los mercados internacionales.

 

Este Brasil está construido, en cierta parte, sobre la imagen creada por Niemeyer hace ya más de medio siglo. En su arquitectura, Latinoamérica finalmente se podía ver, como lo escribió alguna vez, en “toda su magnificencia y en toda su pobreza”. En su época, pocas ideas podrían haber sido más radicales.

Carolina A. Miranda

 

     

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Pornomiseria arquitectónica

Febrero 6, 2013

 

En la última Bienal de Venecia se presentó como “instalación” la dramática ocupación de un rascacielos abandonado, la Torre David en Caracas, por parte de gente sin techo. El edificio de 45 pisos cuya construcción se paró en el año 1994, quedó inconcluso, y posteriormente fue saqueado, y así, sin fachadas, ni instalaciones hidráulicas y eléctricas, ni ascensores, fue ocupado en el año 2007 y actualmente es morada para 2.500 personas.

 

El autor de la instalación fue el colectivo Urban-ThinkThank,  que la presentó en como si fuese arte; y precisamente así, como si lo fuese, fue premiada con el León de Oro.

 

Asistimos tal vez al lógico devenir de la arquitectura-espectáculo, temática ya demasiado ajada para el mercado de la imagen; estamos ante una nueva forma del espectáculo arquitectónico, más sofisticada, sin embargo, similar a la que hace décadas rondó el cine: la pornomiseria.

 

Vale la pena recordar la película Agarrando Pueblo, donde Carlos Mayolo y Luis Ospina hacen una sarcástica disección del fenómeno de mostrar la miseria ajena con el doble propósito de lograr reconocimiento y hacer dinero.

 

Esta pornomiseria arquitectónica es más sofisticada que la arquitectura-espectáculo porque contiene un elemento nuevo, perverso, el mismo mecanismo que se esconde al mirar por el ojo de la cerradura: el mirar, sin que nadie se de cuenta, lo que es está prohibido: contemplar, con placer, la miseria de los otros.

 

En esta nueva tendencia de ver y mostrar  arquitectura estamos perdiendo lo poco que quedaba de ese fláneur, de ese deambular baudeleriano, para pasar directamente al voyeur. Mientras el fláneur se rodea de gente en su paseo urbano, y de esto algo queda todavía en la arquitectura espectáculo –ya que no es exclusivamente mercadería mediática sino también turística– el voyeur arquitectónico fisgonea escondido, ya sea desde la comodidad de su computador, o en la relativa privacidad de la sala de exhibición.

 

Como lo bien lo anota Ramón Gutiérrez, en esta Bienal donde la arquitectura parece estar ausente,  ya no tiene como beneficiario el ego y bolsillo de los arquitectos estrella, sino los de quienes han estado detrás de bambalinas, sin que se les haya reconocido: “teóricos” provenientes de la academia, que ahora van por su porción de gloria mediática y el considerable reconocimiento económico que puede retribuir la miseria ajena.

 

Aquí podemos ver cómo esta mutación de la arquitectura mediática que se ha bautizado “arquitectura y política”, toma también prestado del arte,  específicamente del “arte político” de donde recoge su modus operandi: el ejercicio de la denuncia con fines  mercantiles, apoderándose como en este caso, de uno de sus procedimientos: la “instalación”,  y  de sus agentes:  el “colectivo”.

 

Para la próxima Bienal  se mantendrá el planteamiento paradójico del comisario del versión 2012, David Chipperfield: el divorcio del starsystem por parte de sus mismos protagonistas. Para el 2014 ya fue  nombrado como comisario Rem Koolhaas, quien se ha apresurado a declarar:

 

«El arquitecto estrella es una figura que no existe, un lugar común para referirse a los que ganan montañas de dinero y realizan todos los proyectos que desean. Un invento de los periodistas perezosos»

Perfecto, el derecho al cinismo es para todos.

 

Guillermo Fischer

 

 

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Duplitectura

Febrero 2, 2013

Un  edificio en construcción en Chongqing, China, es una copia textual del de Zaha Hadid en Beijing. Pero su promotor dice que no está inspirado en sus curvas sino en las piedras de las orillas del río Yangtze en donde esa ciudad esta construida. Que no es una copia sino una superación.

Una versión espuria de la capilla de Notre Dame du Haut, en Ronchamp, al oeste de Francia, de Le Corbusier, apareció en Zhengzhou a finales de la década de 1990. Y aunque fue demolida después de la decidida intervención de la Fundación Le Corbusier, ahora sus ruinas sirven para el escenario surrealista de un restaurante de asados.

Ronchamp en Zhengzhou, 2004

Ronchamp en Zhengzhou, 2004

 

Y en Tianducheng, cerca a Shanghai, una Torre Eiffel de apenas 108 metros, como si hubieran copiado la de Las Vegas, de 164 metros, y no la de Paris, casi dos veces mas alta,  flota por encima de la plaza Champs Elysées, pues el sitio es todo una replica opaca, y confusa, que más da, de la Ciudad Luz.

No contentos con apenas copiar edificios icónicos, algunos promotores chinos están duplicando pedazos de ciudades. En Tianjin, en el norte de China, una réplica de Manhattan está en construcción en el sitio de un pueblo de pescadores del siglo XV, incluyendo los Centros Rockefeller y Lincoln, y el río Hudson. Para 2019 será el mas grande centro financiero del mundo.

Y el pequeño pueblo alpino de Hallstatt,  con todo y su iglesia de esbelta torre y sus chalets de colores pastel, como su esplendida localización al lado de un lago,  se ha reproducido “secretamente” en la ciudad de Huizhou en  la provincia de Guangdong al sur de China. Mientras en Chengdu, capital de la provincia de Sichuan. en el suroeste, un complejo residencial para 200.000 habitantes recrea la británica Dorchester.

El arqueólogo Jack Carlson, arguye que la copia en arquitectura en China tiene sus raíces en algo mas serio que un vergonzoso asunto meramente comercial, pues los paralelos antiguos de estos proyectos de copia sugieren que no se trata de meras folies sino de logros de la primacía global de China (Foreign Policy magazine).

Y cita al viejo historiador Sima Qian, que relató el importante programa de construcción de la primera dinastía que gobernó China.Cada vez que Qin Shi  Huang, su primer emperador, conquistaba a uno de sus rivales, comisionaba réplicas de sus palacios y salones, que se reconstruían en las faldas al norte de la capital.

Actualmente, prácticos que son, si se trata de copiar a las estrellas del espectáculo en que se ha convertido la arquitectura, no tienen inconveniente de copiar sus obras en China. ¿O será que el de Zaha Hadid allá tampoco es de ella? Pero es extraño que no se les haya ocurrido copiar Las Vegas, y hacer una original copia de una copia.

Es lo que hacen aquí algunos arquitectos que parecen chinos, financiados ya no por emperadores sino por especuladores inmobiliarios o alcaldes que se quisieran emperadores, y escogidos a dedo por el cartel de los contratistas de obras publicas. Copian en Cali, por ejemplo, lo que copian en Bogotá para Medellín. Lamentablemente en Colombia en estos días la copia no es un cuento chino.

Benjamin Barney Caldas

Fotografia:CAIP/Blogspot

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Sobre la XXIII Bienal Colombiana de Arquitectura 2012

Enero 22-2013

 

Quien le pegue una mirada a los catálogos de las veintitrés Bienales colombianas de Arquitectura encontrara un valioso testimonio del devenir de la arquitectura colombiana en los últimos cincuenta años. Los diferentes organizadores de la Bienal a lo largo de estos años se han preocupado por recoger, bianualmente, lo más significativo de la producción arquitectónica colombiana, componiendo un panorama de las diferentes formas de hacer y pensar arquitectura en Colombia. Me refiero a corrientes teóricas, a influencias locales y foráneas, a la función social, y por qué no, también, a la moda.

Constituye de esta manera una documentación invaluable para la investigación académica en arquitectura, así mismo, conforma un testimonio comprensible a la gente del común, que les permite entender cómo fueron formadas nuestras urbes y construidas nuestras identidades arquitectónicas. Esta Bienal XXIII recoge nuevamente un espectro amplio del quehacer arquitectónico de los dos últimos años, y es meritorio que esta tradición testimonial se haya mantenido.

Sin embargo, en esta Bienal, como en la anterior, se ha consolidado el concepto -muy equivocado- de que una Bienal es un concurso, tal como escuetamente ha quedado escrito en las bases: «tipo concurso»,  sin bases que permitan debatir la calificación, lo cual genera una tautología: es el mejor, porque es el mejor.

A la Bienal le ha ido como a los concursos de belleza, que en Colombia hace años conmocionaban el país  y ocupaban la prensa de farándula varios meses antes de su ocurrencia; ahora escasamente ocupan media revista Cromos. Esta última Bienal, como la anterior, ha pasado desapercibida. El carácter frívolo que sus organizadores le otorgaron la convirtió en un reinado, y lo que lograron no es más que la banalización extrema de un evento que como en los países desarrollados debería tener un carácter y servir como un espacio para la reflexión y la discusión sobre la situación actual de la arquitectura. A lo que hemos llegado empieza a parecerse bastante a una premiación de Hollywood, donde todo gira alrededor de las celebridades y los egos. Paralelamente, se ha incrementado la cantidad de premios; y premios hay a tutiplén; mientras que en las Bienales reconocidas por su carácter académico, las premiaciones son prácticamente inexistentes, pues se considera que el hecho de participar en la selección de una Bienal ya es reconocimiento suficiente. La premiación individual entra en contradicción con este carácter de gran muestra de trabajo colectivo supuestamente constituye una Bienal.

Un ejemplo que vale la pena aplaudir es el de la BIAU, que después de las controversias suscitadas en su penúltima edición, eliminó los premios, reconociendo de esta manera, la importancia ser una muestra colectiva del ejercicio iberoamericano, y no la de un individuo.

Es aquí se encuentra el aspecto más chocante de este asunto de la premiación: la configuración, sin ninguna vergüenza, de un jurado proclive a quien termina por llevarse la mayoría de los premios. Si uno examina detenidamente la composición del jurado de la Bienal XXIII, encontrará que casi la totalidad de ellos, son amigos próximos o han estado involucrados en alguna actividad de promoción o exhibición de trabajos del arquitecto de los premios. La escogencia de un jurado claramente tendencioso, no solamente constituye una burla a los otros arquitectos participantes, sino que da un pésimo mensaje a los posibles participantes de futuras Bienales, pero sobretodo, al publico en general. Aquí no esta en tela de juicio la calidad de la arquitectura ganadora ni la libertad del jurado de premiar el proyecto que le parezca, sino la responsabilidad en este asunto de quienes han estado detrás de las Bienales y Congresos de la SCA: Jorge Pérez y Francisco Ramírez.

 

El acta presenta una lastimosa redacción que parafrasea el lenguaje críptico de la memoria del proyecto premiado, empero, la principal y más grave falacia consiste en adjudicarle el mérito a los arquitectos de algo que no es de su resorte: el objetivo social de los proyectos, el cual les corresponde a los gobernantes que planificaron y ordenaron el diseño y ejecución estos proyectos. Los arquitectos simple y llanamente tenían la obligación de hacer que estos proyectos cumplieran de manera satisfactoria con los objetivos sociales planteados por el Estado. Es esta la gran falacia que nos ha acompañado en los últimos años: hacernos creer que tenemos una nueva generación de arquitectos preocupados por lo social, cuando en realidad han sido ávidos contratistas del Estado, ya que casi todos los proyectos construidos y premiados en esta Bienal y en las últimas, han sido iniciativa de los gobernantes.

Si existiera algún mínimo de coherencia en la justificación de la premiación, simplemente quienes deberían ser premiados tendrían que ser los gobernantes. Tal como pasó en la Bienal del 2000, cuando se premió el Programa de Parques de Bogotá del alcalde Peñalosa.

 

Guillermo Fischer

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Mejor mirar todo

Enero 10-2013

“Es imposible ir hacia adelante y mirar hacia atrás; quien vive en el
pasado no puede avanzar” dicen que dijo Ludwig Mies van der Rohe.
Desde luego no se puede vivir en el pasado, pero no se puede avanzar
desconociéndolo. Sobre todo porque en las ciudades la arquitectura del
pasado está presente y en uso, ya sea el edificio mismo, con todas sus
modificaciones, como muchos patrones y tipos arquitectónicos que sólo
han evolucionado. Además la arquitectura, en tanto arte, también es
histórica. El gótico no es posible antes del románico, ni el
posmodernismo antes del modernismo. Y mas clásico que la arquitectura
de Mies qué. No se puede progresar técnicamente, ni mucho menos
innovar, sin mirar atrás, pues implica hacerlo desde lo mejor del
pasado. Pero tampoco se puede evolucionar estéticamente sino a partir
de lo anterior, pues es lo que permite la comparación, la referencia.
Es lo que hace que el “menos es mas”, que también se adjudica a Mies,
sea cierto casi siempre, aunque Robert Venturi dejó en claro, que a
veces menos es menos (Complexity and Contradiction in Architecture,
1966).

Como lo dijo Lord Palumbo, presidente del jurado del Premio Pritzker
de 2012, otorgado al arquitecto chino Wang Shu, «el asunto de la
relación adecuada entre presente y pasado es particularmente oportuna,
porque el proceso reciente de urbanización en China invita al debate
sobre si la arquitectura debe anclarse en la tradición o si sólo debe
mirar hacia el futuro». Y para Alejandro Aravena su arquitectura «es
intemporal, profundamente arraigada en su contexto y sin embargo,
universal.” A su vez Yung Ho Chang destaca que “tiene sus raíces en el
contexto local y es culturalmente sensible”, para Juhani Pallasmaa “es
un ejemplo de la capacidad de la arquitectura contemporánea de
enraizarse en un suelo cultural local e incorporar profundos ecos de
una tradición específica” y hasta Zaha Hadid reconoce que “la
transformación de los usos de materiales antiguos y motivos es muy
original y estimulante. Es decir que todos los miembros del jurado,
concuerdan en que Wang Shu mira hacia atrás para poder avanzar (para ver, click aquí )

Por su parte, Glenn Murcutt, también jurado del Pritzker de 2012,  se
queja con toda la razón de que “la forma por si misma se ha convertido
en una disciplina superficial” señala que Shu ha “evitado el
sensacionalismo y la novedad.” Y tal vez sea esta la principal razón
para mirar hacia atrás, pues la frase de marras, fuera de su contexto,
es decir del debate sobre la arquitectura a mediados del siglo XX,
probablemente significaba para Mies otra cosa: la necesidad de superar
algo que ya era pasado: la arquitectura de los pioneros, incluyendo
sus primeras obras y su propio origen, de los que hablaba Nikolaus
Pevsner (Pioneros del diseño Moderno, de William Morris a Walter
Gropius, 1936). En conclusión, mejor mirar todo: atrás, adelante y a
los lados y sobre todo al presente. Como lo dijo Agustín de Hipona:
“El presente del pasado es la memoria, el presente del presente es la
percepción directa y el presente del futuro es la expectativa”. Del
pasado solo queda su historia y consecuencias, y es a partir de ellas
que deberíamos prever nuestro futuro, cambiando lo que se deba
cambiar.

 

Benjamin Barney Caldas

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