Enero 15 de 2014
No hace mucho, alguna entidad internacional proclamó a Medellín, Colombia, como la “ciudad más innovadora del mundo”. Es claro que semejante título tiene un carácter semi-deportivo y es un halago para las entidades administrativas y cívicas de la “capital de la arquitectura en Colombia”, otro de tantos títulos o campeonatos ostentados por lo que se llamó también la “Bella villa del valle del Aburrá”. Las innovaciones están por doquier en Medellín, especialmente en su infraestructura, sus espacios públicos y sus edificios culturales, y hasta en “Colombiamoda”, lo cual haría merecido el título mencionado. Pero también hay otras innovaciones, accidentales o hechas a conciencia, que son más discutibles o muy lamentables. Estas notas se refieren solamente a dos de ellas y no pretenden dar una idea panorámica del fenómeno presuntamente innovador en Medellín.
I
LA BIBLIOTECA DE DRÁCULA
Estamos totalmente equivocados quienes escribimos críticamente en contra de la arquitectura de la biblioteca pública, cuyo diseñador, el arquitecto Mazzanti, es una de las instant celebrities mediáticas en esa profesión en Colombia. No menos errados están quienes lo defienden de los ataques de aquellos que no aceptan como verdaderos los cuentos de hadas sobre la moda arquitectónica de revista y/o de aquelarre profesional (i.e. Bienales, etc.). Unos y otros hemos prestado a esa obra, desde hace unos 5 o 6 años, una injustificada atención y le hemos otorgado una importancia o validez profesional, política o social que ciertamente no tiene. Es otra obra más y punto. Lo que sus panegiristas aclamaron como un hecho histórico fundamental en la arquitectura colombiana no pasa, luego de una evaluación seria a los 6 años de edad de la obra, de ser otra anécdota más en el alud innovador, imitador, publicitario o como se quiera, característico de la época presente. Conviene, entonces, reducir a verdadera dimensión la muy galardonada (¿?) edificación pública, que no pasa ciertamente de ser un forzado intento de empacar una “bibliotequita” (según algún crítico extranjero) convencional y modesta, en un envoltorio sensacionalista que nada tiene que ver con el discreto contenido del mismo. Nada de estos malabares formalistas va más allá de una primera impresión sublime –y por lo tanto, imitable, i.e. copiable– o de latente engaño por factor sorpresa, según si el observador es un crédulo estudiante de arquitectura o un desprevenido ciudadano común.
Lo singular de este caso es un show limitado exclusivamente al exterior del edificio, planteado en términos de rudo contraste con el complejo y difícil contexto urbano de los barrios periféricos medellinenses. No hay que olvidar, además, que los jurados de bienales y otros eventos profesionales similares son muy dados a dejarse llevar por la corriente de la moda, de “lo último”, de la “innovación” intrascendente o la provocación audaz. ¿Acaso las bienales de arquitectura no son para consagrar el último desfile de modas? Y que, con razón o sin ella, abundaron las acusaciones de plagio o copia contra el arquitecto Mazzanti, cuando lo cierto es que esa vergonzosa e innecesaria discusión se refería exclusivamente al forro o revestimiento de su biblioteca, del cual se dijo, en serio y no como una broma de mal gusto, que simulaba, mal que bien, “rocas” gigantescas. La obra “original” de la cual tomó presuntamente su inspiración el autor de la biblioteca España en Medellín parece ser, también, un divorcio total entre contenido y contenedor, tema muy de “vanguardia” actualmente. Se supone que esto es una rebeldía ideológica contra la relación estrecha que, en el ideario racionalista debe tener la arquitectura, entre espacios interiores y fachadas. Es obvio que imitar, “recrear”, “evocar” o “reproducir” algo que no pasa de ser una máscara no tiene ni mayor gracia ni demasiado mérito. Es simplemente otra de actitudes formales posibles en ámbitos profesionales y académicos donde “todo vale” y el ego arquitectónico no tiene límites o se puede inflar a cualquier presión. En esto, curiosamente, las fantasías de moda bordean de cerca la total banalidad.
Bajo el sol brillante de fin de año en el valle del Aburrá o a través de la contaminación atmosférica que nimba las comunas de la capital de Antioquia, la presencia de los “empaques de regalo” de la biblioteca España se destacan como golpe en un ojo. Obtrusivas sí son esas engañosas formas huecas, pero ¿para qué lo son? ¿Para gritar “aquí estoy yo” en términos constructivos? La monumentalidad pretenciosa es inherente a las obras sublimes de la humanidad, pero en obras del tercer renglón, más anecdóticas que otra cosa, resulta grotesca o inadmisible. Es bien posible que lo que busca hoy en día la vanguardia arquitectónica sea precisamente eso, dar golpes visuales y ambientales para seguir manteniendo presuntas ventajas profesionales y mediáticas. Para estar con “lo último”, o para continuar para ciertos arquitectos esa imagen de seres superiores y de artistas dotados de poderes misteriosos. Al fin y al cabo, detalles más o menos, esa es la historia de la profesión de arquitecto desde el siglo XVII en adelante y, aun antes, la de constructor. Para no traer a cuento la ingeniería.
En reciente visita a Medellín, el espectáculo era aun más sorprendente que de costumbre: la biblioteca estaba cubierta en gran parte con un tétrico sudario de malla plástica de tono fúnebre que se agitaba al viento como algún acento ominoso en una de las versiones televisivas o cinematográficas de Drácula. ¿Estaría quizás vestida de luto por la arquitectura moderna? Prosaicamente, no era una decoración para producir pavor o un gesto carnavalesco sino la protección tendida para evitar la caída de lajas de pizarra sobre techos y cabezas de vecinos en torno a la biblioteca. Esto en razón de un continuado proceso de deterioro tecnológico iniciado el día de la inauguración de la obra, pues según la revista SEMANA (23/12/13): […] a la obra le han llovido críticas por las deficiencias constructivas y de acabados [sic] que no han podido hacerles [sic] frente a las fuertes lluvias y vientos de la zona. Los desprendimientos […] del enchape han sido un problema recurrente desde el comienzo pero en abril y agosto de este año se agudizaron sin causa aparente y en áreas más grandes […]. En suma, a la biblioteca le llueven críticas y llueve dentro de ella. ¿Será que construir bonito ya no es lo mismo que construir (o diseñar) bien? ¿O que el desplante formal o innovador se viró cruelmente contra sus propios creadores por cuenta de sus flaquezas o ineptitudes tecnológicas?
Inevitablemente, el abigarrado e inquietante contexto urbano de las comunas ha venido adquiriendo a través del tiempo cierta inevitable consolidación, sorprendentemente homogénea. La biblioteca España hace caso omiso de esa homogeneidad o del barrio en torno suyo, al igual que el Metrocable, otro cuerpo extraño urbano, probablemente muy necesario, en su vecindad. La poderosa estética de los barrios periféricos de Medellín, resultante de la lucha social por la supervivencia pero inaceptable para un código de valores formales o ambientales altoburgués o académico, ha ido creando un nuevo mundo urbano donde las formas y las usanzas no son ciertamente aquellas de los racimos de edificios de apartamentos y centros comerciales que se apiñan y se obstruyen unos a otros en las laderas de El Poblado.
La verdadera vanguardia arquitectónica y social de Medellín está en estos laberínticos conglomerados, parientes lejanos en el tiempo y la distancia de las barriadas de ciudades asiáticas antiguas e innumerables y de los cinturones de miseria en torno a las urbes coloniales africanas o de los imperios lusitano o hispánico. Ese mundo urbano, construido sin la intervención del medio académico que produjo, entre muchos otros, al arquitecto Mazzanti, ha venido consolidándose, adquiriendo mal que bien su propio repertorio formal y ambiental, en una singular continuación de la historia urbana del mundo entero. La áspera propuesta de la biblioteca España hace figura desafiante, como una especie de “barra brava” arquitectónica en un medio hostil, a cualquier gesto formal “innovador”, populista o bien, faltaría decirlo, lleno de buenas pero impositivas intenciones de modernidad. ¿La biblioteca sería, por ventura “linda” y la barriada en torno suyo, “fea”? ¿O viceversa? No hay que olvidar que el sentir popular hace constantemente calificaciones así, con lúcido y tajante simplismo.
De las lajas de pizarra escogidas por él, dice el propio autor del diseño en SEMANA: […] tal vez se trate de materiales de poca calidad o de defectos en la construcción y la instalación de los materiales [sic] […] los problemas no tienen que ver con ese material sino con empates de la cubierta que no quedaron bien construidos (¡!). Singular defensa de su labor de arquitecto, por decir lo menos. Las estructuras metálicas que soportan esas lajas dejan interiormente unos extraños abismos de separación de gran altura entre las dependencias de la biblioteca propiamente dicha y el caprichoso disfraz de aquellas. Esos impensables y profundos zanjones están poblados de riostras o amarres metálicos entre el edificio mismo y su apariencia exterior y pueden causar vértigo en quien se asome desprevenidamente a ellos. Pero lo que en el fondo es un vistoso y agresivo intento de “hacer presencia cultural”, resulta ser también un parcial pero notable éxito populista. Por supuesto, tener una biblioteca es mejor que no tenerla, leer libros es mejor que no leerlos, cultivar el espíritu es mejor que ir a fútbol…
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II
EL EXCONJUNTO RESIDENCIAL “SPACE”
En la luz mañanera de El Poblado, los grumos desgarrados de concreto y los espaguetis de acero que supuestamente los “reforzaban”, colgando, torcidos y arrancados por la caída de la parte más elevada del “conjunto” residencial con el pretencioso apodo (¿de algún aventajado publicista?) de “Space”, hacen dolorosa figura en medio del placentero contexto urbano de El Poblado. Este es, en efecto, el polo geográfico y social radicalmente opuesto a las comunas periféricas de la ciudad. Turistas, trotadores, paseantes, se detienen ante la colina de escombros que segó vidas humanas y prestigios profesionales a granel y disparan una y otra vez sus cámaras digitales. Al fin tienen algo patético y horripilante qué contar, además de las platitudes familiares y las tonterías gráficas que inundan su mundo visual digitalizado. Esa escena como de ciudad europea en la II Guerra Mundial, o Beirut o Trípoli décadas más tarde, no es producto de un bombardeo o un combate sino, muy seguramente, de la inepcia y la irresponsabilidad de un grupo humano relativamente poco numeroso, a la sombra de una fracasada materialización de tecnologías quizás más obsoletas que innovadoras. Lo que tanta gente registra en sus cámaras (lo que las exime de observar cuidadosamente el ominoso espectáculo que tienen en frente y de reflexionar sobre este) es una estructura que, en su actual mutilación destructiva, sigue dando una inescapable impresión visual y sensación técnica de extrema fragilidad, sinónima en este caso de involuntaria o intencional construcción deficiente.
Es de suponer que las investigaciones en curso o ya realizadas puedan establecer explicaciones claras, exentas de medias verdades técnicas, de jerigonza tecnológica acusatoria o defensiva, para esta tragedia anunciada por alarmantes síntomas de fragilidad estructural, de grotescas deficiencias constructivas, de letal chambonada al diseñar, calcular, presupuestar, construir, supervisar, intervenir, promover y vender un edificio para vivienda de burguesía media-alta. Imposible olvidar el patético, tardío y letal intento de los contratistas de la construcción del “Space” de detener con remedios muy parciales el inevitable colapso total que en efecto ocurrió. ¿Cómo estaba hecho un edificio que requirió esas inútiles y desesperadas “reparaciones” a poco tiempo de ser terminado? ¿Era ése un intento de curar cáncer con analgésicos?
Las preguntas se agolpan ante esas nubes de polvo de cemento que la brisa de El Poblado levanta de la pirámide de escombros y sacude de los pisos del tramo adyacente al que “presentó renuncia” fulminantemente: ¿cuál y cómo es la suma de errores, descuidos, trampas, engaños, falsedades, irresponsabilidades, ignorancias, inepcias, ambiciones, etc. para que se produzca tamaña autodestrucción? ¿Cómo es el cuento de la resistencia inherente a una forma curva en planta, tal como las hay a porrillo en la naturaleza? ¿La alarmante esbeltez de los pisos altos de la torre más encumbrada del “Space”, de veras fue producto de la intención de aligerar al máximo la carga muerta colocada al extremo del mayor brazo de palanca posible en el esqueleto portante del edificio? El “Space” perdió la batalla de la supervivencia, la estabilidad o la durabilidad, creando una nueva clase social de desplazados. Quien invade una colina en Medellín para sobrevivir no es quien va a adquirir un penthouse en el Poblado. ¿Cuáles fueron los criterios de cálculo para tan inestable engendro? ¿El de la máxima economía en estructura y cimentación? ¿El de la obtención de una extrema área rentable o vendible? ¿Qué se hizo en este caso el tan cacareado código (y tan lucrativo negocio) de la resistencia sísmica promovido por productores de cemento, calculistas interesados en obtener el mayor beneficio posible de su trabajo y curadores teóricamente dispuestos a engrosar presupuestos de construcción a la luz de disposiciones reglamentarias de muy discutible eficacia? ¿Sería lo mismo el contenido de los cálculos del edificio autodestruido que lo que aprobó algún curador, y esto, a su vez, lo que el constructor levantó en la obra? La historia no es, decía Bárbara Tuchman, lo que hubiéramos querido que ocurriera sino lo que ocurrió. Ojalá las investigaciones técnicas respondan nítidamente a estas cuestiones. Y que nadie torne a decir, como sádica justificación, que también en otros países se caen edificios, estadios, puentes, centros comerciales.
El “Space” (Espacio, en spanglish) es un tétrico recordatorio: parece que no todo está bien en los reinos de la arquitectura, la ingeniería y la construcción y mucho menos en el del negocio de construir y vender.
Textos y fotografías de Germán Téllez
Arquitecto AIA, SCA