Sin que seguramente él mismo lo supiera, Dicken Castro —desde su más tierna infancia— era ya un arquitecto. En una entrevista que dio a la revista Mundo en junio del 2003, habló de que el “ladrillo viene de recuerdos infantiles, como el de la impresión que me causaba ir a misa a la catedral de Villa Nueva en Medellín”. Esto, al entrar a un lugar y fijarse de qué material y cómo está construido es algo que definitivamente no nos sucede sino a los arquitectos en ejercicio.
No conocía otra iglesia, no sabía de qué estaban hechas las iglesias y a él esta construcción ya le causó gran impresión, que llevó hasta el final de su vida y que fue inspiradora de su obra; prueba de ello es que ya en sus últimos años le preguntaron: ¿de qué obra arquitectónica le hubiera gustado ser autor? Respondió sin vacilar: “de la catedral de Villa Nueva en Medellín.”[1] Pero esa capacidad y agudeza en la observación no le permitía quedarse sólo en la arquitectura: hizo estudios de antropología, fue brillante diseñador gráfico, acuarelista y querido profesor.
No fui su alumno. Cuando entré a la Universidad Nacional él enseñaba diseño gráfico y lo veía en los corredores, en la cafetería y en alguna conferencia. Sin embargo, tal vez por afinidad regional, porque soy de origen antioqueño apostado en Risaralda y desde que decidí estudiar arquitectura, en los últimos años setenta, mis primeros intereses se centraron en el trabajo de Dicken Castro. Ya él había publicado su libro La Guadua y esta investigación —Premio Nacional de Arquitectura— rodaba por los corrillos académicos de Colombia como el gran aporte que el tiempo se ha encargado de probar que definitivamente lo fue. Su libro Forma viva. El oficio del diseño fue sin duda el primer libro de arquitectura que adquirí y aún conservo, junto con la edición príncipe de La Guadua amablemente dedicada a quién esto escribe.
Lo anterior para confirmar que sin que Dicken lo supiera, con su trabajo, sus libros y exposiciones fue uno de los más importantes catedráticos que tuvimos muchos de mis coetáneos, sin que jamás lo hubiéramos visto en un aula. Sólo una vez —y por razones que aún hoy no logro entender, relacionadas al diseño por supuesto— nos invitó con mi señora a almorzar al club donde nadaba. Fue la única vez que tuve una conversación con él. Mucho le debo y mucho le agradezco. De ahí este homenaje que hoy quiero hacer a su labor profesional y a su persona.
Titulo este escrito con una palabra que el mismo Castro dio en una conversación con Antonio Montaña[2] sobre lo que para él era su trabajo como diseñador: un oficio. Transcribo sus palabras porque me parece que refleja en ellas su manera abierta y sencilla de ver el mundo, lo que se traslada a su brillante obra: “Yo prefiero llamarlo oficio. Oficio es una palabra generosa, casi humilde, pero llena de contenido”.
Probaré lo anterior con los que para mí son los ejemplos más elocuentes de mis afirmaciones.
En arquitectura, la plaza de mercado de Paloquemado es de hecho un proyecto que, por su importancia en la rutina de las familias colombianas, es afín a los intereses de Dicken Castro. El lugar de encuentro por excelencia. El sitio de discusión e intercambio entre los ciudadanos, las que fueron en su momento lo que hoy se ha dado en llamar “redes sociales”. De expresión democrática. Recordemos que la revuelta del 20 de julio de 1810 se fraguó en un día de mercado. Y, por último —y tal vez por eso lo más importante, que por obvio puede pasar desapercibido—, el inicio y tal vez el paso central del rito de la cocina, la selección y adquisición de lo que llevaremos a la mesa de nuestros hogares. De ahí el amor y la trascendencia que en diferentes culturas las plazas de mercado han tenido en nuestra historia. La música, la poesía, la literatura, el cine y, sobre todo, la iconografía mundial, están llenas de plazas de mercado. Desordenadas todas, llenas de vida, de color y de texturas.
Con un esquema funcional bastante sencillo y eficaz, Castro implanta la plaza de mercado: inscrita en una manzana tradicional, de un cuarto de circunferencia en planta. Expone la fachada más amplia a las vías de más alta jerarquía urbana (la calle 19 y la carrera 27), para dar la bienvenida a los peatones, y en la esquina opuesta (calle 20 con carrera 26) da el acceso a la entrada de los productos y a la salida de los residuos. Una planta con una distribución interior regular, que bien podría ser libre como lo fueron los mercados en la primera mitad del siglo XX y lo siguen siendo en pequeños poblados.
Hasta ahí, no se vería la maestría. El gran valor de esta plaza de mercado, lo que la convierte en un proyecto emblemático de nuestra arquitectura, es lo que muy pocos ven: la cubierta. Se resuelve la necesidad de cubrir grandes áreas sin que estas tengan que estar soportadas al interior, mediante un sistema de plegadura en concreto. Se necesita talento para hacer de una obra arquitectónica un ejemplo de calidad, con un proyecto cuyo gran valor es la cubierta. La plaza de mercado, que ya casi cumple los 60 años, sigue tan vigente en su funcionalidad e importancia en la vida cotidiana de los bogotanos, como lo fue en sus primeros días, aún frente a la difícil competencia de las formas de vida del siglo XXI. Y la estructura —que seguramente hoy no cumpliría con los estrictos requerimientos de sismorresistencia— sigue en pie después de no pocos temblores y de haber estado expuesta al sol, al agua y a la contaminación por casi seis décadas (apostaría que sin el más mínimo mantenimiento en su ya larga vida). Se construyó cuando no existían los impermeabilizantes para el concreto e indagué con las “marchantas” sobre goteras y similares y no se reportaron, como tampoco se ve a simple vista, que tenga fisuras o haya sido recubierta con mantos asfálticos o similares. Se cumple lo que decían nuestros profesores de construcción: “la mejor impermeabilización es una buena inclinación”.
No veo cómo los profesores de estructuras podrían enseñar a sus alumnos qué es una estructura en plegadura, si no llevaran a sus pupilos a la plaza de mercado de “Paloquemao”. Lo que se ve en las fotos de los libros europeos y estadounidenses, principalmente, difícilmente le puede quedar en la memoria a un estudiante como para ponerlo en práctica en los proyectos de quienes después ejercerán la profesión.
Capítulo aparte en su arquitectura merece también el habernos mostrado a los colombianos —producto de sus viajes por el antiguo Caldas— que el valor de la guadua (nuestro bambú), en la solución de vivienda, que los mismos habitantes escogieron y trabajaron para resolver su falta de casa, además de estético fue, sobre todo, constructivo y estructural. En una región en donde la topografía se convierte en un desafío técnico a la hora de construir, los movimientos sísmicos una presente espada de Damocles y los costos en una limitante infranqueable para una gran parte de los pobladores, sin ir muy lejos, con lo que tenían a la vista y a la mano, resolvieron de manera eficaz sus necesidades de vivienda, aportando sin saberlo, a la sismoresistencia.
Estas construcciones llamaron la atención de este joven[3] arquitecto, con formación de antropólogo, e hicieron que muchos de nuestros colegas y diseñadores “descubrieran” este valioso material constructivo, al punto de que hoy tenemos premio nacional de arquitectura a estructuras construidas enteramente en guadua.[4]
El diseño gráfico fue el otro gran interés de Dicken Castro. Como en el ejemplo anterior, parto de esa vocación democrática que tiene la obra de Dicken. No veo una disciplina más interesada en comunicar, en llegar, en transmitir información de manera más rápida y más clara a la mayor parte de la población que la que busca el diseño gráfico. Esta vocación y finalidad del diseño gráfico es afín a la personalidad y al carácter de Dicken Castro. De los cientos de logotipos e imágenes que él diseñó, destaco la moneda de $1.000 que empezó a circular a partir del año 1996, en la que se reproduce una bella figura en filigrana de la orfebrería de la cultura Sinú. Una moneda inspirada en lo mejor del arte americano, que fácilmente puede pasar por las manos de todos los colombianos, obligándonos a mirar y pensar, no solamente en el arte de nuestros antepasados y sus culturas, si no en valorar lo nuestro con orgullo. Nos mostró también el valor de los sellos y los rodillos que los precolombinos apostados en lo que hoy es Colombia fabricaron, a veces para decorar su telas y vestidos, y que oportunamente la Administración Postal Nacional en 1973 reprodujo en estampillas para que le dieran la vuelta al mundo, llevando los más diversos mensajes desde Colombia a muchos países.
Con su profunda vocación generosa y personalidad abierta, Dicken Castro pone los ojos en lo que él llamó la “expresión espontánea en Colombia”.[5] Entre otros valores por él estudiados, resaltan las pinturas que llevan en sus carrocerías los buses destinados al transporte público interveredal, principalmente en Antioquia y en los departamentos de la colonización antioqueña. Una iconografía festiva y llena de colorido, que invita a pensar a los pasajeros que su viaje dominical, desde la vereda a la cabecera municipal para asistir a misa y al mercado, es toda una fiesta. Por esto me atrevo a afirmar que de no haber sido porque Dicken Castro, que nos mostró el carácter festivo de estas carrocerías, el valor de su estética e importancia en la vida cotidiana de nuestros campesinos, no existirían las hoy llamadas “chivas rumberas”; ni la gran ceramista huilense Cecilia Vargas y sus decenas de imitadores hubieran reproducido estos bellos buses, llamados “de escalera”, para que adornaran salones de miles de visitantes extranjeros en sus casas alrededor del mundo.
Fue Dicken Castro, un hombre de su oficio. Un investigador con el ojo más aguzado, un catedrático ejemplar, un dedicado trabajador, aun cuando viendo el producto de sus labores, lo siento disfrutar tanto de lo que hacía, que la verdad no creo que esto fuera para él un trabajo. Lo hacía con gran talento y honestidad. Y se divertia haciéndolo. Era su oficio.
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[1] Revista Mundo # 08
[2] Forma viva: el oficio del diseño Editorial Escala, página 6
[3] Se interesó en la guadua desde los años 40: La Guadua, Dicken Castro, página 7
[4] Biblioteca Casa del Pueblo en Guanacas, departamento del Cauca. Bienal de Arquitectura 2004 del arquitecto Simón Hosie Samper
[5] Forma Viva El oficio del Diseño Editorial, Escala página 51
* La primera imagen es de Carlos Duque – Fotografia – Retratos 1968/2002