Julio 4, 2013
Hombres y mujeres estamos determinados por dos instintos puramente animales, la sobrevivencia de cada individuo y la reproducción de la especie, y una pulsión puramente humana, la necesidad de trascender. Es decir, estar o ir más allá de algo, traspasando los límites de la experiencia posible, hacia su fin, término, remate o consumación, comportamiento que sólo se descarga al conseguir que permanezca.
Trascendencia que en todas partes y durante milenios, se busco, y con que éxito, mediante la gran arquitectura del mundo: templos para que la gente creyera en lo que no existe, y obedezca, palacios para que a “rey muerto rey puesto”, y la monarquía siga, y tumbas para que los poderosos gobiernen eternamente. Edificios levantados en el espacio y el tiempo, no para la vida ni para la muerte, sino para trascenderlas.
Pero con la arquitectura moderna se pasó de templos, palacios y tumbas, sedes para gremios e instituciones, óperas imponentes y palacetes para ricos burgueses, a una vivienda “digna” para todos. Como si las casas tradicionales, vernáculas o populares, pese a ser “pobres”, antes no lo fueran. Y ahora y aquí se promueven politiqueramente casas engañosamente gratis y sin ciudad, diseñadas por arquitectos que no lo son.
Pronto esa arquitectura, dizque para todos, se trivializó. A la vivienda se le quitó su importancia de siempre al volverla apartamentos, uno encima de otro, o casitas una al lado de la otra, en hileras interminables que acaban con el campo sin hacer ciudad o destruyéndola. Ni siquiera se salvaron los edificios públicos, que se volvieron puro espectáculo para promocionar ciudades con un trasnochado “efecto” Bilbao.
Quedaron las obras maestras que recopilo Sir Banister Fletcher y que visitamos como inhabitados parques temáticos, de las que hablan los profesores pese a que muchos ni siquiera las conocen, y menos aun las que están aquí justo al lado, las que no les interesan justamente por eso. Es que lo de afuera nos “mata” y así cada vez hay menos arquitectura buena pues nunca hubo tantos arquitectos ni tantos edificios malos.
Edificios responsables, mas que los carros, del mayor consumo de energía, para su iluminación y climatización, lo que en el trópico sin estaciones es insólito. Energía generada en muchas partes con combustibles fósiles que producen gases de efecto invernadero, que causan el cambio climático que amenaza el mundo, tal como lo conocemos, mientras los carros invadieron las calles de las ciudades fastidiándolas.
La arquitectura tiene, pues, una nueva meta en el horizonte: volver a ser lo que siempre fue la vernácula, la campesina o incluso la popular de las ciudades. Apropiada al clima y de ahí al paisaje, creando una nueva tradición, con nuevos profesionales, con mas ética que estética, que trascendiendo las modas y la especulación inmobiliaria, construyan ciudades sostenibles, contextuales, seguras, confortables y emocionantes.
Pero como la frivolidad y los negocios campean aquí, la arquitectura bioclimática (una redundancia pues siempre lo fue) se volvió una moda para muchos, mas negociantes que arquitectos. No les importa que los edificios sean acordes al clima, paisaje y tradiciones, como quería Le Corbusier, sino a las imágenes de moda de las revistas para ciudadanos que no lo son, con lo que fatalmente están ya pasados moda.
Benjamín Barney Caldas