Febrero 13, 2013
¿Es posible sumar desde otra mirada disciplinar a un problema tan complejo y urgente? ¿Un buen espacio público puede inducir comportamientos sociales y hacer más segura una ciudad? Algunos sostienen que reparar rápido las “ventanas rotas” y volver a pensar la calle son la mejor política preventiva.
En 1969 Philip Zimbardo, profesor de la Universidad de Stanford, realizo un experimento en el marco de sus investigaciones sobre psicología social. Estacionó un automóvil sin patente con el capot levantado en una calle del descuidado Bronx de Nueva York; y otro similar en una calle del rico barrio de Palo Alto, California. El automóvil del Bronx fue atacado en menos de diez minutos. Su aparente estado de abandono habilitó el saqueo. El automóvil de Palo Alto no fue tocado por más de una semana. Luego Zimbardo dio un paso más, rompió una ventana con un martillo. De inmediato los transeúntes comenzaron a llevarse cosas. En pocas horas, el auto había sido totalmente deteriorado. En ambos casos muchos de los saqueadores no parecían ser gente peligrosa. La experiencia, que derribó más de un prejuicio, habilitó que los profesores de Harvard George Kelling y James Wilson desarrollaran en 1982 la Teoría de las Ventanas Rotas: “Si una ventana rota se deja sin reparar, la gente sacará la conclusión que a nadie le importa y que el lugar no tiene quien lo cuide. Pronto se romperán más ventanas, y la sensación de descontrol se contagiará del edificio a la calle, enviando la señal de que todo vale y que allí no hay autoridad”.
A raíz de ello Kelling fue contratado –mucho antes de Rudolph Giuliani y sus controvertidas políticas de “tolerancia cero”– como asesor del subte de Nueva York, donde reinaban la inseguridad y el delito. Su primer desafío fue convencer al progresista alcalde de la ciudad, el demócrata Ed Koch, que la solución no era poner más policía y hacer más arrestos, como la mayoría reclamaba, sino limpiar e impedir sistemáticamente los graffitis en los vagones, hacer que todo el mundo pague su boleto, y erradicar el vagabundeo en el subte. Pese a la lluvia de críticas, la transformación del Metro de Nueva York comenzó mediante símbolos y detalles concretos, pero muy visibles, que restablecían el orden y la autoridad. Hasta el afamado diseñador Massimo Vignelli, autor de la señalización, resolvió invertir los colores de sus carteles a tipografía blanca sobre fondo negro para desalentar a los graffiteros. Hoy es un modelo de espacio público seguro y eficiente; y un emblema que los neoyorquinos no están dispuestos a volver a poner en riesgo.
La idea es sencilla pero poderosa: Las malas costumbres se contagian rápido; pero las buenas, con esfuerzo y continuidad, pueden desplazarlas. ¿Cuantas cosas a nuestro alrededor están en estado crítico por nuestra indiferencia ante el primer síntoma de que algo no estaba bien? ¿Cuántas ventanas rotas vemos por día? Se trata de marcar los límites y evidenciar malas prácticas y hábitos con estrategias situacionales y preventivas que involucren tanto a las autoridades como a la comunidad en una resolución participativa de los problemas. Pero también reivindicar el rol del Estado en la regulación y control de un ámbito donde siempre debe privilegiarse el interés general por sobre cualquier apropiación particular –pequeña o grande- por mas justificada que sea. A diferencia de lo que muchos sostienen desde una errónea perspectiva libertaria, la convivencia democrática en el espacio público exige restringir la libertad individual para maximizar su buen uso y el disfrute colectivo.
Algunas de las ciudades más exitosas en esta materia han salido de sus espirales de deterioro conjugado la planificación proactiva con alta calidad de diseño, materiales y construcción; sumado a la instalación de una cultura de la higiene urbana y el mantenimiento constante; o como le gusta decir al ex-alcalde de Curitiba, Jaime Lerner: “Obsesión por la acupuntura urbana”.
Una de las primeras en señalar estas cuestiones fue Jane Jacobs, famosa y polémica militante por los derechos civiles en Nueva York. Inicialmente ridiculizada por los tecnócratas del urbanismo moderno, hoy es reivindicada y citada hasta por el propio presidente Obama. En su libro “Muerte y vida de las grandes ciudades” (1962) va a rescatar las ricas preexistencias de la ciudad multifuncional, compacta y densa donde la calle, el barrio y la comunidad son vitales en la cultura urbana. “Mantener la seguridad de la ciudad es tarea principal de las calles y las veredas”. Para ella una calle segura es la que propone una clara delimitación entre el espacio público y el privado, con gente y movimiento constantes, manzanas no muy grandes que generen numerosas esquinas y cruces de calles; donde los edificios miren hacia la acera para que muchos ojos la custodien.
Como plantea la ONU: “El futuro de la humanidad y del planeta depende de tener mejores ciudades”. Sabemos que replegarnos al espacio privado, o huir al insustentable urbanismo difuso de las periferias no es solución y agrava el problema. Nuestra “calidad de vida” no puede depender de ghettos custodiados por murallas, alarmas y ejércitos privados. Por eso reducir la inseguridad y los niveles de temor es tan prioritario como hacerlas más eficientes, integradas y creativas. Debemos volver a mirar el espacio público como el corazón de la vida moderna; su diseño, su uso, su gestión y nuevas funciones. Invertir nuestra habitual lógica proyectual y definir los sólidos solo a partir de una clara toma de partido sobre que vacíos queremos. Desde allí repensar la calle, la plaza, el parque; el arbolado y el paisaje urbano, aquello que nos permite construir identidad y experimentar el encuentro, el intercambio y la diferencia. “Un sitio se hace lugar solo cuando nos apropiamos culturalmente de él”, diría Heidegger.
Recientes investigaciones demuestran que estas correspondencias entre diseño urbano, comunidad y espacio público son complementos ideales para la implementación de una política de seguridad consistente. Bill Hillier, Profesor de la Universidad de Londres, desde su Laboratorio de Sintaxis Espacial investiga y mapea los flujos entre delito, lugares y población. Millones de datos relevados y años de análisis le han permitido concluir, igual que Jacobs, que la ciudad compacta y densa es más segura que los barrios residenciales de baja densidad. Las zonas especializadas o mono-funcionales con poca presencia de viviendas -que pierden vitalidad y peatones a cierta hora- tampoco son recomendables. La calle vuelve a ser clave y recomienda anchos acotados -no sobredimensionarla- y tejido compacto mediante edificios que conformen una grilla con buena densidad poblacional. Las torres exentas con rejas o paredones hacia la calle y los shoppings endogámicos que se aíslan del espacio público, no ayudan. Lo ideal: Manzanas con comercios en planta baja y edificios de departamentos en los pisos superiores, conformando calles y barrios animados y heterogéneos que mezclen distintos tipos de gente y actividades; desde educativas, culturales, e institucionales, hasta comerciales, turísticas y productivas ambientalmente compatibles.
La problemática de la seguridad debe ser parte de la normativa urbanística y de los retos iniciales del proyecto, la arquitectura y la obra pública. Las angustias e imposibilidades actuales nos desafían a exigir e innovar desde otras lógicas, con mayor participación y menos especulación. Tal vez desterrar lo que Luis Fernández Galiano denomina “arquitectura urbicida” -aquella que responde más al ego y/o a una oportunidad de negocio que a hacer mejor ciudad- sea un buen comienzo.
Martín Marcos
Arquitecto y urbanista. Profesor Titular FADU UBA.
El mejor medio de comunicación es el ejemplo: es así que si las personas habitan un entorno con arquitectura y espacios públicos de buena calidad y en óptimas condiciones de mantenimiento, los conservan, los emulan, y los prefieren a la hora de elegir su lugar de residencia; incluso aquellos cuyos recursos son escasos reproducen sus modelos con los elementos de que disponen; lo anterior es evidente si observamos elementos arquitectónicos y urbanísticos de grandes capitales, reproducidos a lo largo del tiempo en ciudades intermedias y a su vez, de forma más modesta en pequeñas poblaciones. Cuando el Estado y los referentes sociales, copian, improvisan, o falsean, los valores arquitectónicos y urbanos de una población; o permiten deliberadamente su deterioro ambiental, multiplican sus efectos nocivos entre habitantes y vecinos.
Es por razones como la anterior que el ejercicio de la arquitectura y la ingeniería demanda una enorme responsabilidad, desconocida actualmente por gran parte de académicos y profesionales, pues es evidente su carencia al ver el deterioro creciente de nuestras ciudades. Un profesional que ejecuta su proyecto a costa del bienestar de sus usuarios y vecinos, no es muy diferente del corrupto que para «ganarse» diez hace al Estado perder mil.
No deja de ser llamativo, alarmante, o por lo menos interesante ver cómo en Bogotá no se aplica nada – o en todo caso muy poco – de lo que se expone en este escrito.
Si bien se supuso hace una década que las cualidades estéticas, acaso técnicas, del espacio público ofrecerían mayor orden y seguridad, no se estableció claramente el papel de la comunidad en esta construcción cívica-urbana. Se terminó aceptando y aplaudiendo que el espacio público de «calidad» iba a adoctrinar para bien a los ciudadanos y pocos se percatan hoy de que el fracaso de toda esta belleza es que los vecinos de la ciudad no sabemos bien qué nos es permitido hacer allí. No se nos permitió mayor participación más allá de ir, estar y deambular.
Por otro lado, tampoco hay muchos que alcen una voz crítica a propósito de las relaciones que los parámetros culturales y normativos actuales de Bogotá respecto de la delimitación de lo público y lo privado. Hay debates y diatribas sobre las relaciones conflictivas que edificios polémicos tienen con la ciudad, donde se citan confusas realidades técnicas y económicas, pero que no traen a colación el significado fundamental del punto de contacto del edificio con la ciudad. No hay claridad sobre el papel de los aislamientos y terminan convirtiéndose en espacios despoblados y sin una clara función cotidiana. No se sabe bien para qué ni de quién es un antejardín, por ejemplo. En la mayoría de los casos es una tierra de nadie que rompe la relaciones del edificio con la ciudad, ni la calle mira al edificio, ni el edificio mira a la calle, generando la consecuente inseguridad y abandono. Aparentemente a la arquitectura local y a las instituciones a cargo no les interesan las relaciones vitales entre habitantes, edificios y ciudad, más allá de las obligaciones técnicas del miedo y la trampa.