Viniendo de un exdecano de la Facultad de Arquitectura colombiana que alberga al principal foco de corbusianitis aguda en nuestro vasto mundo académico, tu somera explicación del mito del hechicero del diseño urbano del siglo anterior es una bienvenida corriente de aire fresco. Te lo dice otro uniandino de muy vieja data, el cual padeció durante unos 10 años, aproximadamente, esa enfermedad entonces epidémica. Estos se extendieron a todos mis años de estudios de pregrado, de postgrado en París y de peregrinaje (más parecido a una solemne pérdida de tiempo) a las obras del «maestro» e incluso a la Meca del fanatismo de mi lejana juventud, el «atelier de la rue de Sèvres». Pero el descubrimiento de que existía algo que se llamaba «historia de la arquitectura» y del patrimonio construido europeo me curó para siempre del «shock» paralizante de la Unidad de Marsella, de Ronchamp, de La Tourette, e incluso, a pesar mío, de la Villa Savoie. Monumentos recientes, claro, pero que ya no me hablan al alma. Son simples referencias de historia o generadores de nostalgia por todo lo de épocas anteriores. Y ya no emocionan, exhibiendo, como una mujer anciana, más sus defectos (estéticos y constructivos) que su belleza exclusiva de una juventud desaparecida.
Te recuerdo la afirmación escrita mía en la monografía de la obra de Rogelio Salmona: las ideas de Le Corbusier para el centro de Bogotá se quedaron en el papel. Afortunadamente, Willy, afortunadamente. El «Grosser Bogotá» no podía tener lugar, así soñaran con él Laureano Gómez o Angiolo Mazzoni del Grande. En cierto modo, tu texto es una diatriba contra los sueños, las ilusiones o las esperanzas de una época, más que de un autor en particular. Una época que para unos no supo reconocer al Mesías de la Modernidad Urbanística y para otros le cerró el paso a las ideas más realistas o más realizables, o socialmente más indicadas, con o sin revolución salvaje de por medio.
Por supuesto en la época tuya y mía la influencia corbusiana estaba prácticamente sola, dueña de todos los campos ideológicos. Apenas eran tímidamente premonitorias las presencias de los escandinavos, los emigrés europeos a los Estados Unidos, la samba arquitectónica brasilera, etc. La representación para Colombia de Alvar Aalto a cargo de Fernando Martínez vendría más tarde como un palo atravesado en la rueda de un corbusianismo que no pasó del Hospital de Venecia.
Dialécticamente te asiste toda la razón en tu perspicaz diatriba anti-Corbu. Históricamente, el asunto tiene otra cara. La validez del personaje y sus ideas, en ese caso, es puramente circunstancial. En la una, se impone el primero que llegue y el que venda específicos más hábilmente. No es posible negar que la de Le Corbusier fue una época de titánicas profecías, de arquitectura de papel, de dibujos y escritos, de manifiestos incendiarios y de respuestas de bomberos. Así debía ser y así fue y ella contiene su propia validez. A nosotros nos corresponde hallarla alucinante o fastidiosa. Dice la gran historiadora Barbara Tuchman: la historia no es lo que hubiéramos deseado que ocurriera, sino lo que ocurrió.
Una de las preguntas que me hizo Le Corbusier sobre todos sus recuerdos de Colombia cuando lo visité en su cubículo del sacrosanto Taller de la calle parisiense de Sèvres, en 1959, fue: et alors, le plan de Bogotá, ¿ils le font? “El plan de Bogotá, ¿lo están haciendo?”. No supe qué decir. Siete o más años luego de su última visita a Bogotá, su Plan, del cual nada se hizo, había sido reemplazado por las propuestas de los «buitres», Wiener y Sert, quienes planeaban sobre toda Suramérica siguiendo los viajes y recorridos de Corbu, para caer tras él y apoderarse de cuanto contrato ofrecieran los distraídos lugareños.
Somos duros jueces de Corbu (perdón por lo confianzudo) pero, cuál era la alternativa en su época: ¿la continuación del eclecticismo agonizante contra el cual clamaba Adolf Loos? ¿Albert Speer, los nazis y los fascistas italianos de Mussolini? ¿La culinaria y pastelería estalinista? ¿Los sucesores de Sullivan y otros decorativistas americanos? Estos, nos gusten o no, son el contexto histórico contra el cual hay que volver a ver la claridad de «Las Horas Claras» o el misticismo turístico de Ronchamp, o la gracia de apuntes de viaje corbusianos en los cuales no hay mugre, pobreza, desorden urbano, sino el campo, milagrosamente instalado en la ciudad, olvidando, claro, que a su vez, la retaliación de la ciudad ideal fue la de invadir el campo… Y donde falta la Quinta Función urbana que los CIAM olvidaron, el Crimen. Y el orden cartesiano, las proporciones del Modulor, saqueadas a Fibonacci o prestadas a las Reglas de Oro.
En todos los pueblos de tu región natal (el Eje Cafetero) se recuerda mejor y más intensamente al vendedor de específicos, al «culebrero» y, por supuesto, al Cuentero que al médico, trabajosamente egresado de alguna facultad para ir a dar al Puesto de Salud, en un contexto socioeconómico donde funciona más el sobijo y el humo de tabaco que los antibióticos. La palabra evangélica y polémica de Le Corbusier bastaría para inmortalizarlo, a él, que no al cuentero que siempre llevó consigo. La discusión es en cuál anaquel de la fama arquitectónica debemos guardarlo.
Por mi parte, preferiría olvidar ese célebre charlatanismo corbusiano a propósito del centro de Bogotá: La calle y la manzana coloniales son bellas invenciones urbanísticas, a escala humana… Para luego, arrasar con toda esa realidad urbana que le parecía tan bella, en sus propuestas para el centro de Bogotá. ¿A qué y a quién habría que creerle?
* Imagen tomada de Periodista Digital.