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Tema para la cena: subir y bajar al Parque de la Independencia

Octubre 23 – 2011

El arquitecto Carlos Niño Murcia me envió estos dibujos como ilustración al artículo que publicó la semana pasada en este portal.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dentro de la falta de participación pública que caracteriza a los arquitectos, tomando tinto me “enteré” que Niño había sido invitado a opinar sobre el proyecto para el Parque del Bicentenario y que había estado «de acuerdo» con el proyecto del Instituto de Patrimonio.

Fui entonces a visitar al supuesto nuevo aliado del IDPC, para enterarme de primera mano de qué es lo que podía parecerle tan bien, sobre algo que a mí me parece tan mal. El diálogo no prosperó porque a los cinco minutos ya me había dicho lo que apareció en su texto, y que con mayor claridad expresan sus dibujos.

El caso se parece al de la Ministra de educación hablando de las múltiples consultas hechas a los estudiantes para legitimar la reforma educativa. Reuniones en las que se da un «debate» al que los inconformes asisten esperando ser oídos y tenidos en cuenta, pero al que los representantes del gobierno asisten para llenar un requisito reglamentario que luego les permita aparecer en televisión, diciendo que sí, que claro que hubo consulta, y todo quedó en regla.

El IDPC ya pasó por ahí, por el intento de legitimar lo ilegitimable ante «la comunidad», y ya declaró públicamente que se «incorporaron» las sugerencias al «nuevo» proyecto. Superado ese problema, hay que entender que la pobre Ministra no es la única que la tiene difícil, pues el pobre Director de patrimonio no solo tiene que legalizar el parque Bicentenario, sino además, el edificio de Fedegán en Teusaquillo.

Yo no aguantaría. Por un lado, los de Fedegán deben estarlo presionando cada vez más con el «lavado» de la nueva licencia en la curaduría. Y como si esto no fuera suficientemente duro de pelar, por el otro lado, las plataformas del parque están a punto de estar terminadas y el bendito proyecto ni siquiera tiene licencia. Y ya van a ser las elecciones. Y las vacaciones. Y hay que entregar el cargo al nuevo alcalde. La locura.

Entre tanto, mientras los abogados hacen su trabajo, invito al público interesado en expresarse por medio del dibujo, a enviar su versión de cómo bajar de un parque al otro, a partir de la sugerencia de Niño y de un par de fotos recientes.

 

 

 

 

 

 

 

 

Algo que entre arquitectos se hace con frecuencia mientras llega la comida en un restaurante, sobre una servilleta o un mantel de papel. Para el futuro, algo que le permita a las nuevas generaciones entender retrospectivamente lo simple que hubiera sido construir algo respetuoso con el Parque de la Independencia, por allá en la era de los carruseles.

Juan Luis Rodríguez

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Urbigrafia de un País

Al morir el dictador en 1935 y regresar a Caracas la operación cotidiana del gobierno, un país que empezaba a creerse rico notó que su capital era poco más que un pueblito, con apenas unos edificios de pastillaje guzmancista como piezas notables y una ya manifiesta tendencia a huir hacia el este, sin plan que ordenara la diáspora que sería su signo ni, hasta el día de hoy, acciones por parte de las autoridades encargadas de poner algo de orden ni de los ciudadanos que todos los días sufren y lamentan las consecuencias de aquellos y varios consecuentes desatinos.

Aquellos deseos de transformación generaron enfrentamientos entre los promotores inmobiliarios de la época hasta que, quizá por el sempiterno sueño caraqueño de parecerse a París, por la preeminencia eurocéntrica de la época, por pura safrisquería o por sus propios orígenes, se impuso la idea que promovía Luis Roche y se convocó a un equipo de urbanistas franceses, entre quienes estaba Maurice Rotival, para proponer una idea de la capital que podría tener el país que ambicionábamos ser. El eje de la propuesta del llamado “Plan Rotival” es una gran avenida, al modo de los Champs-Élysées, al sur del casco central, para lo que se debía demoler unas 20 manzanas, cosa que no importó demasiado a los habitantes de una ciudad cuya simpleza les avergonzaba y, a pesar de su espíritu conservador, evitaban conservar testimonios de su pobreza.

Con astucia, el Plan Rotival atiende la obsesión bolivariana de López Contreras proponiendo convertir la colina de El Calvario en un majestuoso mausoleo al Libertador como remate oeste de la nueva avenida (demasiado parecido en forma y desmesura al que ahora se construye al norte del Panteón Nacional para evitar comparaciones) y procede a las demoliciones necesarias sin que en realidad existiera, vistas las consecuencias, la necesaria convicción de ejecutar el resto del plan. Se deja en el corazón de la ciudad terrenos baldíos que, desde entonces y como ahora La Carlota, se ofrecen como apetitosa carroña a los distintos y sucesivos buitres que, ayer y hoy revolotean sobre este “valle zamuro” de la novela de Carmelo Pino.

El competidor inmobiliario de Roche vio en el cambio de gobierno y la evidente necesidad de rescatar el muladar que era El Silencio la oportunidad para proponer un desarrollo de vivienda popular que, aún el mejor ejemplo de intervención urbana que tenemos, serviría para minar, a la calladita y de hecho, anulando la posibilidad de concluir el Plan Rotival con el Mausoleo que tanto debe haber gustado a López Contreras, bloqueándolo (nunca mejor usada la palabra…) con uno de los más distinguidos edificios de la ciudad, el Bloque I de El Silencio, que con serena majestuosidad define la Plaza O’Leary. Aunque uno celebra que el fetichismo mítico-militar implícito en la propuesta del mausoleo se sustituya con un espacio cívico (aunque en realidad la tal plaza es fundamentalmente una redoma de tráfico), no dejan de ser curioso y no sé si soterrado o ancestral el metamensaje que implica dedicar un espacio civil a alguien que vivió asistiendo generales (primero Anzoátegui, luego Soublette, después Bolívar) hasta que Sucre lo ascendió a Teniente Coronel por sus servicios en Pichincha…

Unos pocos años más tarde, una nueva tachadura se suma a la “rectificación” del Plan Rotival.

 

El Centro Simón Bolívar y su notable entrecruzamiento de pasos peatonales y vehiculares sustituye la monumentalidad del mausoleo original por un par de torres que por años fueron el símbolo de la ciudad y seguramente nuestra imagen más viajera, llevando por el mundo en tarjetas postales los buenos deseos de locales y visitantes. También aquí y antes de que un par de torpes piezas de arquitectura descartable se anexaran hacia el este, una plaza habilitada posteriormente se nombra en honor de otro edecán del Libertador, Diego Ibarra. Varios años después, en el extremo oeste, se recupera un área de estacionamientos, entre los bloques norte y sur y con frente a la Avenida Baralt (la Plaza Caracas) y se instala en ella el busto colosal de la estatua que coronaría el descartado mausoleo y que, quizá, solitario, en las noches, mira con cierto alivio lo que el bloque deja entrever de la colina desde la que habría contemplado cada día el amanecer; hoy está ahí, apenas una cabeza, de espaldas a la sede de la institución que se dice dedicada a preservar la manifestación concreta de la voluntad popular en una democracia: el voto.

Y también de espaldas a otra estatua suya que también le da la espalda: el “Bolívar jugando bowling». a quien sólo se le ha visto divertirse un poco cuando Tunick, de modo que no faltó quien considerara sacrílego, lo cercó de cuerpos desnudos que disfrutaban la ciudad al natural, entre guardias y curiosos, mientras él los miraba de soslayo.

Quizá sí hicimos el mausoleo, aunque no lo hayamos notado; y lo llevamos dentro, encima, como una pesada piedra que nos pesa, en un nombre que repetimos desde la moneda hasta el aeropuerto, con una cara que nos mira en cada esquina con diferentes facciones de idéntica insolencia, tan decidida y profundamente grabado en nuestro interior que ya ni cuenta nos damos. Quizá, de alguna manera, somos el Mausoleo porque ya lo habitamos.

 

 

Los desolados terrenos de las manzanas vaciadas para construir la avenida que nunca fue, permanecieron así; y en persistente deterioro, olvidados por una ciudad que con igual indiferencia hacia el pasado, la misma intoxicación de presente e idéntica fruición por un futuro que daba por descontado y vendría por sí solo, construyó más al norte la “otra” avenida, la Urdaneta, llevándose, con mayor vitalidad, velocidad y eficiencia las casas cuyos portales copió Villanueva en El Silencio y haciendo aún más obvia la solitaria ruina del abandonado “gran eje monumental”.

Puede que por eso a nadie le haya preocupado convertir aquel paseo en autopista y, en medio del frenesí vialista, por años casi nos preciábamos de llegar “full chola” al corazón de la ciudad (claro, hasta que, como suele suceder con las vías sin continuidad, la veloz autopista se fue haciendo cada vez más ineficiente, congestionada, insufrible, y más frecuentes e infructuosos los ardides para evitarla); quizá por eso tampoco a nadie le importó que un edificio de vivienda popular (que se convertiría en hotel de lujo) bloqueara la ideal avenida para luego implantar su piscina disfrutando de la vista sobre el vacío circundante o que un edificio que terminaría siendo la inoperante sede de varios tribunales y oficinas parlamentarias quebrara la imponente simetría marcada por las torres que fueron emblemáticas.

Y florecieron propuestas de todo tipo.

 

 

 

 

 

 

Una, con jardineras hoy llenas de tierra y colillas de cigarrillo y el paradójico nombre de “Parque Central”, logró el apoyo del gobierno de turno, construyó sin pudor otro par de torres (más altas, sin consideraciones de perspectiva o marcación urbana, imponentes sólo por su insolencia e ingenio constructivo) como inicio de un plan de colosal colonización de aquellas áreas solitarias que también terminó decapitado cuando cambió el gobierno, pero dejó por siempre desbalanceado el perfil urbano de un espacio cuyo comienzo o final (depende en qué sentido se experimente) se desdibuja entre inmensos bloques anodinos, torres insolentes, muros ciegos de áreas de servicio y una inmensa tramoya decorada.

En el proceso, los terrenos baldíos habían servido de sede a casi cualquier tipo de construcción provisional, desde un parque infantil con ciertas actividades culturales, el histórico “Imagen de Caracas” coordinado por Jacobo Borges, una pista de patinaje sobre hielo y tarantines de buhoneros sucesivamente tolerados, instalados, eliminados y vueltos a instalar, casi épicamente, en el “Mercado Bolivariano de La Hoyada” y muchos mítines midiendo cuadras llenas de gente para demostrar poderío con el patetismo de un grupo de adolescentes discutiendo quién la tiene más larga…; y también a otras permanentes, como el edificio técnico de la CANTV y una nueva sede para la entonces PTJ, de la que sólo se construyeron los sótanos, luego transformados en Escuela de Artes Cristóbal Rojas, ahora sólo parcialmente escuela y mayormente refugio de damnificados.

 

El azaroso paso de los años hizo que otro proyectista captara la atención de otro presidente, Lusinchi, sobre estos espacios y apoyara lo que se llamaría el “Parque Vargas”, una propuesta de ordenamiento del sector que elaboraba una anteriormente desarrollada en el Instituto de Arquitectura Urbana por un equipo

dirigido por Jesús Tenreiro, con la asesoría de Kenneth Frampton y la participación de jóvenes que el tiempo demostraría entre los mejores arquitectos de su generación.

 

 

Confieso nunca haber entendido ni el apelativo de “Parque” (en realidad es un paseo urbano) ni la dedicatoria a Vargas, más allá del hecho de que Lusinchi también fuera médico y a pesar de la proximidad con Diego Ibarra, que intentó derrocarlo, pero agradezco tremendamente la “avenidización” de la autopista como demostración de la falacia de invocar las vías expresas como solución vial y, más allá de juicios de valor sobre su estética y su solidez como recurso de ordenamiento urbano, el valor de haber formulado una ordenanza de zonificación a partir de un elemento físico: una galería continua que definiría el frente de todos los edificios sobre el paseo y permitiría transitarlo de punta a punta bajo techo.

Lamento, sin embargo, que en lugar de asumir la necesaria intensidad urbana del lugar se haya optado, detrás de esa galería y hasta el frente accidental y descontroladamente desarrollado sobre las manzanas que no fueron demolidas por el plan inicial, por un vacío indefinido a ser ocupado, sucesivamente. por museos e instituciones culturales que la realidad ha demostrado no son ni tantos ni tan intensos como para dar presencia y carácter a tan amplia e importante espina urbana.

 

 

La Galería de Arte Nacional, diseñada por el mismo proyectista del conjunto, tiene una relación apenas tangencial con el paseo; de la galería conectora sólo se construyó un fragmento, entre la estación Bellas Artes del Metro y un paso subterráneo hacia Parque Central; la conversión de los sótanos del edificio de la PTJ en Escuela Cristóbal Rojas elabora su fachada a partir de la galería que unificaría todas las piezas, pero no así el Museo de la Estampa y el Diseño, una edificación, por decir lo menos, escueta; por años hemos visto vallas anunciando nuevas edificaciones y otras que las sustituyen con anuncios de otras que tampoco se hacen. Y la más reciente adición a esta colección de edículos (que tampoco incorpora la galería que imponía la ordenanza vigente al momento de ser proyectado) es lo que se dice será el Museo de Arquitectura

una suerte de fragmento de edificio lineal cuyos extremos parecen haber sido mutilados para caber en el terreno y una estética demasiado (torpemente) derivativa del trabajo de Glenn Murcutt para soportar el discurso de identidad nacional tan recurrido por su autor.

 

 

Quedó, sí, del “Parque Vargas”, para descontento de muchos y desdicha de la ciudad toda, la aparatosa y aún inconclusa cubierta del patio entre los dos edificios al este del Centro Simón Bolívar, envueltos en un diestro pero abigarrado conjunto de arcos, columnas, arquitrabes y otras simulaciones entonces de moda pero ya cansonas (¡es que el postmodernismo envejece muy cursi…!). La cubierta y el gran arco que la cerraría hacia el este adelanta el frente con una grandiosidad que disminuye hasta prácticamente ocultar las torres del Centro Simón Bolívar.

 

En su día, alguien llamó al autor “asesino de perspectivas”; como el lugar del crimen parece tener siempre un atractivo irresistible, quien calificó al otro de asesino busca ahora aniquilar lo que el primero hizo y subvertir su propuesta sin más análisis que el suyo propio y, presumo, el de sus allegados, con discrecionalidad que no por repetida podemos aceptar como condena.

Creo, sin embargo y a diferencia de lo que muchos han repetido, que habitar el mal llamado “Parque Vargas” con edificaciones de usos complejos que garanticen presencia humana a lo largo de todo el día es una estrategia acertada. Calificar de “ecocidio” la relocalización de áreas verdes abandonadas que hace apenas unos años se criticaban por ser asiento provisional de indígenas y/o indigentes no es sino otra demostración de la fragilidad del sentido crítico de un voluble conservadurismo que adopta, acomodaticiamente, causas que suenan bien por motivos que huelen mal.

 

Basta sentir el miedo que da transitar las desoladas aceras del Paseo para apoyar la urgente necesidad de acompañarlas con presencias humanamente activas y urbanamente enriquecedoras para darle verdadera vida a lo que hoy es no sólo una vergonzosa prueba de indolencia y abandono sino un riesgo real que sólo se asume por alguna necesidad imperiosa.

Y es que, tanto la aséptica explanada de Gómez de Llerena, como la estalinista celebración de Meléndez o la aplatanada propuesta de Sesto sobre los terrenos de La Hoyada demuestran, casi gritan, que un espacio tan neurálgico no puede resultar de la arbitraria cercanía al poder, ni que se pretenda bien intencionada, y que un lugar ciudadano tan importante tiene que ser objeto de un concurso público, muy probablemente internacional.

Y no es sólo La Hoyada.

Para enmarcar o definir el preámbulo de esa gran plaza debe contarse con buenos edificios urbanos, es decir, edificios que incluyan diversidad de usos, escalas, ocupantes y formas de ocupación y no los residuos edificados, ranchos con esteroides que venimos viendo y se pretende celebremos con orgullo disciplinar. Por la necesaria importancia y diversidad de esos edificios, ellos también deberían incorporar voces y autores diversos, escogidos de manera incuestionable y para desarrollar un plan que debería ser tan sabiamente consensuado como audazmente propositivo pero que, por lo menos, debe conocerse más allá de los límites de las oficinas que los controlan. La manida coartada del “eso siempre ha sido así” no fue válida cuando la criticaban quienes hoy la usan ni lo será nunca o nunca seremos más que otra escaramuza. Aunque resulte casi ingenuo alegarlo ahora y aquí, la ciudad es un proceso lento y complejo, en el que participan una diversidad de actores y, con frecuencia, varias generaciones; por eso, que el destino de un lugar urbano no lo decidan las autoridades municipales y metropolitanas electas para manejar estos temas es no sólo una aberración, sino inexcusable en quienes lo saben bien y se aprovechan de las prebendas que les da una circunstancia para hacer y hacerse de lo que de otro modo no habrían podido. Y eso tampoco lo ignoran; simplemente lo des-conocen…

Pero lo que más temo, vistas las evidencias en casos similares, es que la urgencia de demostrar resultados acelere los trabajos de deforestación de las pertinaces palmas y hoy frondosos árboles que lograron crecer y subsistir a lo largo del paseo, de algún modo protegidas por la desidia; y que se taladren pilotes, se excaven sótanos y se levanten estructuras que difícilmente estarán concluidas para octubre de 2012, cuando, parece, sus actuales paladines podrían perder el fuelle que hoy los insufla. Y, aún peor, que los nuevos gobernantes vean esas construcciones inconclusas con el mismo desprecio con que, desde hace casi ochenta años, se mira lo que otro intentó hacer en estos espacios y, sin siquiera revisarlas, las dejen ahí, abandonadas, cayéndose, como tantos restos que el tiempo ha dejado a lo largo de este basurero urbano que alguna vez animó los sueños metropolitanos de una capitalidad posible.

Quizá no existe monumento vivo, performance colectivo, palimpsesto visitable, ADN edificado, vergüenza social, desnudez públicamente indigente más categórica que esta herida que, abierta e infectada, corta la ciudad como un machetazo del que nadie se hace responsable pero en el que todos buscan aprovechar la ausencia de criterio, continuidad y transparencia.

No se me ocurre otra manera para iniciar su rescate, que es en buena medida el del país y de todas sus heridas abiertas, que suspender tanta pomposidad operática, el exceso de opulencia épica, le borremos el nombre de Bolívar a la avenida y el de Vargas al paseo, quitemos las estatuas de héroes reales o ideologizados y la hemorragia de placas falazmente conmemorativas, arreemos banderas y, luego de barrer un poquito, sencilla, humilde, decididamente, reconozcamos que esta cadena de coqueteos cortesanos debe llamarse “Espacio Nosotros”; pues nada de lo que allí pasa nos es ajeno y se agotaron las excusas para seguir tolerando más de lo mucho de lo que ya, por acción u omisión, somos cómplices desde hace casi ochenta años.

Y decidirnos a utilizar la fuerza de espejo de nuestras bajezas, temores y oportunismos que esta llaga nos espeta, si no para despertar, al menos para despabilarnos un poco…

P.S. Pido excusas a todos los autores de las imágenes utilizadas     cuya autoría no reconozco por desinformación o descuido.

 

 

Enrique Larrañaga

Octubre 12 de 2011

Publicado en reflejosurbanos.blogspot: URBIGRAFÍA DE UN PAÍS

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EL PARQUE BICENTENARIO

Octubre 13 de 2011

Desde su fundación hasta comienzos del siglo XX Bogotá terminaba por el norte en la ermita de San Diego. Ya en 1883 se inicia frente a ella el primer parque moderno, el del Centenario, para celebrar el nacimiento del Libertador y, poco después, se hizo, al otro lado de la carrera Séptima, el Parque de la Independencia, donde se organizó la Exposición Industrial de 1910. Ambos fueron arrasados en 1957 para dar paso a la calle 26, que comunicaba el nuevo centro internacional con el aeropuerto. Esto significó una herida urbana que separó el barrio de las Nieves y el centro de la ciudad con el parque y los desarrollos del norte.

Durante todo el siglo el parque de la Independencia fue un espacio de solaz y un lugar de encuentro de la gente con la naturaleza y con los demás habitantes. Los pabellones de la exposición fueron demolidos y solo permaneció el Pabellón de la Luz, un templete clásico construido para demostrar las cualidades del cemento armado.

En los años 70s el arquitecto Rogelio Salmona construyó las Torres del Parque y luego readecuó los senderos del Parque, resaltando la vegetación, sobre todo las imponentes palmeras y la relación con los cerros. Ahora se hace necesario dar paso al Transmilenio que sube por la 26 hasta Las Aguas, lo que requiere ampliar la vía preexistente en 8 metros, con el fin de conservar los cuatro carriles existentes para el tráfico mixto, más otros dos para el transporte público. Esto implica un recorte doloroso al parque pero que puede ser explicable.

La idea de recoser los dos sectores al cubrir la avenida es sin duda positiva, y el proyectista lo hace mediante franjas transversales, con unas jardineras que buscan ambientar esa costura. La altura libre exigida para el túnel eleva el nivel de la terraza, y eso merece más atención y cuidado en ambos costados del proyecto. Las franjas transversales se hacen con jardineras que a veces son más altas que las personas y esto genera inseguridad y lo hace propicio al desaseo. Pero el mayor problema es que el proyecto plantea bajar de la terraza hacia el parque con rampas perpendiculares que penetran demasiado en el parque y esto es inaceptable. El Pabellón de la Luz es invadido por rampas y escaleras que le restan presencia y espacio.

Se podría bajar de las terrazas en sentido paralelo a la 26 y no invadir el parque, eso sería muy sencillo pero el diseñador se niega, a pesar de las muchas protestas y pedidos que se le han hecho. Es como si del andén de un malecón urbano se bajara a la playa de manera frontal!, eso acabaría la playa y afectaría su unión con el mar y la posibilidad de vivir y recorrerla.

El parque Bicentenario debe ser un vínculo no un motivo de aguda discordia, como lo viene siendo. Es conveniente y necesario recoser la ciudad en este punto, pero se puede hacerlo sin agredir el parque, ese espacio tradicional y querido de los bogotanos. Es cuestión de modestia y sensatez, un asunto de respeto y lucidez. Así se hace la ciudad, la polis de todos y no el campo de los egos ni el feudo de las autoridades de turno. La ciudad se hace entre todos, no contra todos, articula tiempos pero no impone de manera bárbara el capricho del presente, adopta la técnica pero no es su arrasamiento por la tecnocracia, es la continuidad de la memoria, no la agresión al pasado, al paisaje y a sus habitantes.

 

Carlos Niño Murcia

Arquitecto

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Fedegán: liposucción imposible

Octubre 10 – 2011

Ayer, por cuenta de un amigo que me obsequió el artículo de El Tiempo del viernes 30 de septiembre de 2011, me enteré que «El director del IDPC, Gabriel Pardo, acaba de aprobar las terceras modificaciones» al edificio que intenta construir Fedegán en Teusaquillo. Según el artículo, Pardo argumenta que «se ha dado el concepto favorable porque en los 11 planos presentados muestran que solucionarán las situaciones presentadas». El artículo se titula «Dura polémica por nueva sede que está construyendo Fedegán», y concluye:»Falta ver qué dicen los urbanistas y la Sociedad Colombiana de Arquitectos».

Si los “urbanistas” somos quienes anteriormente hemos protestado, asumo que pronto habrá una respuesta conjunta de la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá –SMOB–, el capítulo Arquitectos uniandinos de la Universidad de los Andes -Arquiandinos- y la seccional Bogotá-Cundinamarca de la Sociedad Colombiana de Arquitectos; entidades que pidieron investigar al director del IDPC y a la arquitecta de Fedegán. Pero si se espera que la SCA-Nacional se manifieste, podemos contar con tener algo parecido a la espera sobre el Palacio de Justicia.

Por la vía de la Razón, la ilegalidad de Fedegán en Teusaquillo sólo tiene dos posibilidades de cumplir con las “situaciones presentadas” a las que alude Pardo: inventar una técnica llamada lipoconcreto, o demoler y volver a empezar. No obstante, como en el mundo estamos, también está el Poder como tercera posibilidad. En el caso del edificio para la Federación de Ganaderos, esta tercera vía fue la adoptada, operando así:

Fedegán primero consigue una arquitecta sin escrúpulos con quien “habla” y le explica qué necesita y “cómo son las vainas”. Acto seguido, ella “habla” con el director de Patrimonio para explicarle a su vez “cómo es que son las vainas”, y para asegurarse que éste pierda cualquier escrúpulo que le reste, después de dos alcaldías en el cargo. Luego, una curadora aprueba los planos, sin importar lo que contengan, pues entiende que vienen «recomendados». Hasta acá no hay más que juntas directivas,tinto, palabras, grandes pliegos de papel y “arte” de la política.

El paso siguiente es la construcción del edificio, donde de manera intencional y en contra de lo aprobado, se le hace «strecthing» a la estructura en todas las direcciones posibles. Con la mala fortuna que cuando la Alcaldía de Teusaquillo revisa la obra, lo que hace no es verificar papeles adulterados sino concreto fraguado, imposible de esconder, al modo de un segundo juego de planos. Entonces, la Alcaldía comprueba empíricamente las falsificaciones y sella la obra.

Sigue la historia. Hábilmente, Fedegán tumba lo único que de todos los estiramientos se podía tumbar, un voladizo en el costado sur de la estructura, logrando así el levantamiento del primer sello. No obstante, por insistencia del Taller-SMOB, la Alcaldía de Teusaquillo vuelve a medir y corrobora que si bien se corrigió un aspecto, los demás siguen idénticos. Y sellan por segunda vez.

Entonces, el Poder reaparece. Y ahora, vía El Tiempo, nos enteramos que el director de Patrimonio, con su cultivada habilidad para el eufemismo y la dilación, responde que los nuevos planos “muestran que solucionarán las situaciones presentadas”.

Solo falta un paso. La decisión por parte de la Curadora No. 3 de hacerse, o no, parte del juego de la legalización propuesta por el IDPC.

Si lo logran, no será porque Fedegán, el Instituto y la arquitecta hayan demostrado razonablemente que no hay, y nunca hubo, Trampa. Si lo logran, todo se reducirá a un complot por parte de la SMOB, Arquiandinos, la SCA-Bogotá, la Alcaldía de Teusaquillo, y por supuesto, yo, para enlodarlos y manchar su reputación. Si lo logran, quedaremos entonces con una obra legal-izada mediante un abuso de Poder. Y quedaremos con la pérdida de una casa a la que se le levantó la restricción patrimonial para dar paso a un esperpento legal-morfológico, incrustado en Teusaquillo.

Mientras tanto, la SCA-Nacional permanece como un avestruz, cuidando su «imagen».

A quien necesite «pruebas» le bastará ir hasta la 37, pararse frente al edificio, con la reglamentación en la mano, y sacar sus propias conclusiones. O para mayor seguridad, puede consultar las pruebas que ya, metro en mano, produjeron el Taller SMOB y la Alcaldía de Teusaquillo.

A quien se pregunte cuál es la «Dura polémica» a la que alude el titular de El Tiempo, debe saber que polémica que nunca la hubo ni la habrá. Lo que hay es un triunfo del Poder.

En el futuro cercano, a quien se pregunte qué pasó, si es que la Curadora No. 3 o algún otro curador lo permite, deberá bastarle saber que el edificio construído incumple las normas y los planos aprobados; y que sin embargo, se hizo porque el IDPC funciona como una lavandería de licencias, siempre y cuando el interesado sea lo suficientemente poderoso. Porque si usted es un ciudadano de a pié, téngalo por seguro que el IDPC le hará ver estrellas para aprobarle la remodelación de un baño, poniéndole por delante la palabra Patrimonio, como si se tratara del testamento de Simón Bolívar. En cambio, cuando el «ciudadano» tiene a mano otra palabra como Poder, el negocio es tan simple como la transacción de un CD, en cualquier esquina de Bogotá.
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– ¿Es que a usted le cuesta entender esto del Poder?, me pregunta un filósofo amigo.

– No es que me cueste, hombre. Es que no lo acepto. Se parece demasiado al principio de relajarse y disfrutar la violación, dada su inevitabilidad. ¿O es que a usted, o a alguna filosofía, le parece válido?

– Pues a mí no, claro que no. Pero como usted parece haberlo olvidado, le recuerdo que filosofías hay para todo y que la del Marqués de Sade también es parte de la historia de la filosofía. Además, no se le olvide que tipos como Spinoza son el peor camino posible para entender el Mal.

Juan Luis Rodríguez

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Casa de letras

Octubre 2, 2011

Por: William Ospina

 

Fundaron una casa para la creación literaria. Allí se reunían jóvenes de todas las edades, viejos de 17 como Rimbaud y adolescentes de 70 como Whitman, a ejercitar su alquimia. Habían sido escogidos para creer más en las palabras que en las cosas o para convertir, como Shakespeare y Byron, las palabras en cosas, en realidades duras y memorables. Sin saberlo eran discípulos de Buda, que hacía discursos con el fuego y fuego con el discurso, y lo que mejor entendían de Cristo era aquella sentencia sobrenatural: “El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.

No comprendían bien el misterioso poder de las palabras, pero igual lo ejercían. Un día se propusieron la correcta traducción al español de la frase de Próspero en La Tempestad: “The dark bakward and abysm of Time”. Querían la traducción verdadera, aunque Borges había escrito que esa traducción era imposible, que el español no daba para expresar aquello. Un viejo traductor había dicho: “Las tinieblas del pasado y el abismo del Tiempo”; estaban de acuerdo en que esa versión era lánguida. Le faltaba diablura, cansancio, deslumbramiento: “La gravitación, la fatiga, la vasta y vaga acumulación del pasado”. Y empezaron a aventurar versiones: “El atrás abismal y tenebroso del Tiempo”, dijo uno, y todos paladearon sus palabras. Otro propuso: “El hondo atrás del Tiempo, de tiniebla y de abismo”. Otro arriesgó: “El Tiempo y su tiniebla de abismos anteriores”. Después vinieron versiones más rítmicas: “El atrás tenebroso del pozo de los tiempos”. Uno recordó el verso tremendo de Victor Hugo: “La Hidra-universo que retuerce su cuerpo empedrado de astros”, y propuso: “El Tiempo-abismo retrospectivo y negro”. Si una sola frase les resultaba inagotable, qué decir del oscuro abismo del lenguaje, del que brotan Ilíadas y Alejandrías, enciclopedias y bestiarios fantásticos.

Distribuyeron la casa en salones presididos por nombres mágicos. La sala Dante, para los amores infernales y celestiales; la sala Poe, que algunos decoraron con cuervos y esqueletos, para los horrores estimulantes; el amplio salón Chesterton, para los crímenes deleitables y los castigos terribles. Sabían que los únicos crímenes civilizados son los que inventa y explora el lenguaje: degüellos verbales, guerras en octavas reales, fieros endecasílabos: “Una mitología de puñales”, o reclamos feroces, o ironías perversas como “Mirad cómo llora rojo mi espada por la muerte de este buen rey”. Las transgresiones que autoriza la gramática: los pecados más sutiles, los robos más audaces, los asaltos más ingeniosos.

Una generación se volcó a resolver en lenguaje creador sus pasiones más sombrías, sus delirios más ociosos, sus miedos más recónditos, sus hostilidades más inconfesables. Nada tan saludable como echar a volar los demonios en la incandescencia del lenguaje.

Lo que habría estallado en horrores y pesadillas ahora florecía en relatos siniestros y crímenes eufónicos. Si veían a Otelo enloquecido estrangulando a la blanca Desdémona, en vez de intervenir o de informar a la policía, aplaudían rabiosamente, porque sabían que todo era un universo de palabras, un simulacro espléndido. Y por eso alguien escribió en la pared de la sala Chesterton las sabias palabras de San Agustín: “Lo mejor que tiene la palabra perro es que no muerde”.

Así dispusieron la sala Kafka, que no exploraba el crimen sino la angustia. Su propósito era buscar, como Kafka, formas novedosas de la desesperación. Que el tedio aprendiera a bostezar con ingenio, el miedo a desenrollarse en repentinas serpientes, el vacío existencial a agitarse en pesadillas saludables, la tiniebla en regiones horrendas, la quietud en vértigo y el hastío en asombro.

Y abrieron la galería Borges, para volver a leer todos los libros y para combinarlos sin fin; para poner a don Quijote a hablar con Gregorio Sampsa, a Cristo con Nietzsche, a Mahomet con Odín o con Krishna; para extraer la esencia de las bibliotecas, para detenerse con perplejidad de entomólogo en las metáforas más absurdas, para encontrar resonancias mitológicas en los más tenues letreros de las calles.

Y más allá estaba la sala Bradbury, con una cúpula corrediza y planetas enormes sobre ella; con hombres llevando su piedad y sus monstruos hasta las últimas galaxias. Y la terrible sala Philip K. Dick, para jugar con el tiempo, con la anticipación, con la identidad, y convertir la paranoia en espejo mágico, la esquizofrenia en prisma filosófico, la adicción en una llave para descifrar el tiempo cíclico.

Durante un día entero se les ocurrió abrir la sala Joyce, donde el lenguaje jugara a atrapar el universo en el libro, donde las palabras fueran relojes, ceremonias y laberintos; una sala para experimentar sin fin con el lenguaje, y no pintar la forma ni el color sino el sabor de la manzana, y no hacer sentir las formas de la nube sino su peso y sus piedras de hielo.

Ahora están pensando en una sala para hacer preguntas a los muertos, y aún no saben si llamarla Rulfo o Ulises. Pero si siguen así, no les alcanzará la casa, ni la manzana, ni el barrio, para explorar sus enciclopedias fantásticas, sus epopeyas apócrifas, sus centones de ceniza. Y ya se ven venir la sala fosforescente de Rimbaud, las alcobas oníricas de Coleridge, las islas sepultadas de Stevenson, los Clanes de la Luna Alfana.

 Publicado originalmente en El Espectador| Elespectador.com

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