No solo los arquitectos diseñan casas y edificios y elaboran proyectos urbanos. Los novelistas se ven obligados a hacerlo para definir el escenario donde se desarrolla su narración y, como no saben, no quieren o no les permiten dibujar, deben reemplazar el plano por una descripción en prosa, no siempre con mucho éxito. A través de sus proyectos escritos podemos leer cómo los escritores entienden la arquitectura y cuáles son sus preferencias y debilidades en este campo. Muchos pasan por el diseño de los espacios y llegan hasta el diseño de los detalles; otros se conforman con describir el ambiente necesario para la correcta comprensión de la acción, en una arquitectura incompleta.
Muy elemental y no comprometido es el proyecto de García Márquez para la casa de José Arcadio Buendía en Cien años de soledad: Tenía una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado, y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Cuando la familia creció, Úrsula (…) emprendió la ampliación de la casa. Dispuso que se construyera una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestos donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un jardín de rosas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir dos hornos, destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y construir otro dos veces más grande para que nunca faltaran los alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño para las mujeres y otro para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un gallinero alambrado, un establo de ordeño y una pajarera abierta a los cuatro vientos para que se instalaran a su gusto los pájaros sin rumbo. La descripción de la ampliación es una lista minuciosa de las nuevas dependencias y sus características, pero Gabo no se compromete con la relación entre los espacios y deja la arquitectura de la casa a la imaginación del lector.
En cambio, en la casa del doctor Juvenal Urbino en el barrio de Manga de Cartagena de Indias –en su novela El amor en los tiempos del cólera–, Gabo se lanza a un diseño completo que incluye acabados y proyecto de amueblamiento: Era grande y fresca, de una sola planta, y con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior, desde la cual se dominaba el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la bahía. El piso estaba cubierto de baldosas ajedrezadas, blancas y negras, desde la puerta de entrada hasta la cocina, y esto se había atribuido más de una vez a la pasión dominante del doctor Urbino, sin recordar que era una debilidad común de los maestros de obra catalanes que construyeron a principios de este siglo aquel barrio de ricos recientes. La sala era amplia, de cielos muy altos como toda la casa, con seis ventanas de cuerpo entero sobre la calle, y estaba separada del comedor por una puerta vidriera, enorme e historiada, con ramazones de vidrio y racimos y doncellas seducidas por caramillos de faunos en una floresta de bronce. Los muebles de recibo, hasta el reloj de péndulo de la sala que tenía la presencia de un centinela vivo, eran todos originales ingleses de fines del siglo XIX, y las lámparas colgadas eran de lágrimas de cristal de roca, y había por todas partes jarrones y floreros de Sévres y estatuillas de idilios paganos en alabastro. Pero aquella coherencia europea se acababa en el resto de la casa, donde las butacas de mimbre se confundían con mecedores vieneses y taburetes de cuero de artesanía local. En los dormitorios, además de las camas, había espléndidas hamacas de San Jacinto con el nombre del dueño bordado en letras góticas con hilos de seda y flecos de colores en las orillas. El espacio concebido en sus orígenes para las cenas de gala, a un lado del comedor, fue aprovechado para una pequeña sala de música donde se daban conciertos íntimos cuando venían intérpretes notables. Las baldosas habían sido cubiertas con las alfombras turcas compradas en la Exposición Universal de París para mejorar el silencio del ámbito, había una ortofónica de modelo reciente junto a un estanque con discos bien ordenados, y en un rincón, cubierto con un mantón de Manila, estaba el piano que el doctor Urbino no había vuelto a tocar en muchos años. En toda la casa se notaba el juicio y el recelo de una mujer con los pies bien plantados sobre la tierra.
Sin embargo, ningún otro lugar revelaba la solemnidad meticulosa de la biblioteca, que fue el santuario del doctor Urbino antes que se lo llevara la vejez. Allí, alrededor del escritorio de nogal de su padre, y de las poltronas de cuero capitonado, hizo cubrir los muros y hasta las ventanas con anaqueles vidriados, y colocó en un orden casi demente tres mil libros idénticos empastados en piel de becerro y con sus iniciales doradas en el lomo. Al contrario de las otras estancias, que estaban a merced de los estropicios y los malos alientos del puerto, la biblioteca tuvo siempre el sigilo y el olor de una abadía.
La descripción de la habitación de Bolívar en la Quinta de San Pedro Alejandrino –en El general en su laberinto– es somera pero suficiente para tener una idea de la sobriedad del espacio y sus muebles. El dormitorio que le asignaron le causó otro extravío de la memoria, así que lo examinó con una atención meticulosa, como si cada objeto le pareciera una revelación. Además de la cama de marquesina había una cómoda de caoba, una mesa de noche también de caoba con una cubierta de mármol y una poltrona forrada de terciopelo rojo. En la pared junto a la ventana había un reloj octogonal de números romanos parado en la una y siete minutos.
La casa de los abuelos en Aracataca es descrita por García Márquez con lujo de detalles en Vivir para contarla, como puede apreciarse en estos apartes: Una casa lineal de ocho habitaciones sucesivas, a lo largo de un corredor con un pasamanos de begonias (…). Los cuartos eran simples y no se distinguían entre sí (…).La primera habitación servía como cuarto de visitas y oficina personal del abuelo. Tenía un escritorio de cortina, una poltrona giratoria de resortes, un ventilador eléctrico y un librero vacío con un solo libro enorme y descosido: el diccionario de la lengua. Enseguida estaba el taller de platería (…). El espacio común de la oficina y la platería estaba vedado a las mujeres (…). El comedor era apenas un tramo ensanchado del corredor (…). Después del corredor había una sala de recibo reservada para ocasiones especiales (…). Allí empezaba el mundo mítico de los dormitorios. Primero el de los abuelos con una puerta grande hacia el jardín, y un grabado de flores de madera con la fecha de la construcción: 1925 (…). Al fondo del corredor había dos cuartos que me estaban prohibidos (…). El último cuarto era un depósito de trastos y baúles jubilados(…). Frente a esos dos aposentos, en el mismo corredor, estaba la cocina grande, con anafes primitivos de piedras calcinadas, y el gran horno de obra de la abuela(…). El patio no parecía muy grande, pero tenía una gran cantidad de árboles, un baño general sin techo con una alberca de cemento para el agua de lluvia y una plataforma elevada a la cual se subía por una frágil escalera de unos tres metros de altura.
Las dos últimas descripciones son suficientes para recrear el ambiente que se requiere para el desarrollo de la narración. Pero no implicaron el esfuerzo del diseño, pues la casa familiar existió y la Quinta de San Pedro Alejandrino todavía existe. ¡Así no se vale, Gabo!
* Foto de Carlos Drews