Una licuadora, un rompecabezas, un teléfono, vienen con instrucciones. Las ciudades no. Este escrito intenta servir como guia e invitación a los arquitectos no bogotanos, a que conozcan nuestra capital, la visiten, la recorran y la vivan. Y empecemos por el principio.
Bogotá debe su nombre al Zipa o cacique –Bacatá o Bogotá– que habitaba lo que hoy es el municipio de Funza. La nueva ciudad fue fundada en 1538 sobre las faldas de los cerros orientales en un caserío llamado Teusaquillo –sitio de esparcimiento del Zipa– y posteriormente Pueblo Viejo, donde hoy se levanta la plazuela del Chorro de Quevedo, en el barrio de La Candelaria.
Y aunque las calles del barrio de La Candelaria ostentan la numeración que permite ubicar cómodamente por coordenadas cualquier sitio de la ciudad, todavía conservan sus nombres originales, algunos generados por las iglesias que conectan con ellas sus atrios, como La Candelaria; otros relacionados con animales como la de La Paloma; otros con características locales como la de la Piedra Plancha; con nombres de santos como la de San Felipe, o nombres de personajes como la de Pedro de Lesmes; de acontecimientos memorables como la del Nacimiento; u oficios como la de los Plateros; o reflejo de la topografía como la de la Fatiga; o nombres evocadores como la del Refugio; y otros que solamente sus primeros moradores sabrían su historia como la de la Cajita de Agua.
La Candelaria, funcionalmente, podría asimilarse más a un pequeño pueblo que a un barrio. Sus gentes se despiertan todos los días con el repicar de las campanas de sus múltiples iglesias y, como si alguien pateara un hormiguero, se llenan las calles de niños. Más tarde, las pesadas puertas de las viejas casas se abren y por unas salen adultos que trabajan y por otras entra la luz e ilumina los antiguos mostradores de negocios que han estado allí por siglos; farmacias homeopáticas, librerías de viejo, tiendas donde todavía fían.
Después aparecen los jóvenes que se forman en las varias universidades de la zona. Pero la población que realmente caracteriza a La Candelaria como barrio-pueblo es la de los residentes, muchos de los cuales han estado allí por varias generaciones. A esta población se han sumado los nuevos residentes, en su mayoría jóvenes artistas y el parisino que se vino a montar una panadería francesa en la calle del Cedro. Ellos le han apostado a la recuperación de lo que es indispensable salvar en la ciudad y en cualquier organismo: su corazón.
La arquitectura de La Candelaria despierta sentimientos encontrados de amor, nostalgia y odio. Las viejas casitas y casonas, en legendaria complicidad, luchan por sobrevivir. Algunas han muerto en el intento, de desidia, abandono y vandalismo. Otras han logrado mantener su dignidad y compostura, y las más meritorias han podido regresar de la enfermedad terminal de inquilinato a la categoría de casa de rico o edificio público. Eso es el amor.
Muchas construcciones coloniales fueron reemplazadas por anodinos edificios extraños al barrio y su entorno, causando un daño irreversible a lo que ha debido ser el mudo testigo de la historia del desarrollo urbano de los primeros siglos de Bogotá. Esa es la nostalgia.
Y a finales del siglo pasado, la Administración Municipal, inspirada en la masacre arquitectónica del pueblo de Ráquira en Boyacá, decidió pintar el barrio de colores –zócalos en esmalte brillante color café, por ejemplo– convirtiéndolo en una mezcla de Aruba y Disney World. Y eso es el odio. Afortunadamente el daño es recuperable en la medida en que el amor de los bogotanos por su centro original sea más perdurable que la pintura.
El espacio público por excelencia fue y sigue siendo la calle. Por ella circularon campesinos con sus vacas, carruajes y cabalgaduras, y fue la cuerda que cosió bohíos y palacios hasta convertirlos en ciudad. La invasión del automóvil con su agresivo cuerpo de metal y su peligrosa velocidad, obligó a repartir los espacios de la calle entre vehículos y peatones, y aparecieron las calzadas y los andenes. El desarrollo de nuevas tecnologías y materiales (especialmente el concreto armado y el ascensor) permitió la aparición de edificios altos a lado y lado de las viejas calles de la aldea. Y la joven ciudad se hizo densa.
El desarrollo de Bogotá se ha hecho con el sistema de «anillo de pobres y saltico de ricos», principalmente hacia el norte. Cuando los pobres empezaron a rodear a los ricos de La Candelaria –anillo–, estos se sintieron incómodos, pasaron por encima de aquellos –saltico– y se instalaron en los barrios de Teusaquillo y La Merced. La arquitectura de este último barrio es conocida en Bogotá como estilo Inglés, tal vez por aquello de que los bogotanos ricos habrían querido ser ingleses, la clase media gringos y los pobres mejicanos.
El siguiente saltico de los ricos –nuevamente rodeados por los pobres– fue a Chapinero. Según el cronista don Pedro M. Ibáñez, a mediados del siglo XVI, un zapatero llamado Antón Hero Cepeda montó su taller sobre el camino a Zipaquirá. Su especialidad era la fabricación de unos zapatos de cuero con suela de madera llamados chapines, por lo cual se le conoció como el chapinero, y de allí derivó su nombre el vecindario.
Un nuevo saltico y aterrizaron los ricos en la avenida de Chile, y los barrios Nogal, Retiro, La Cabrera y Rosales. En 1554 el capitán Juan Muñoz de Collantes solicitó una «merced de tierras para puercos y vacas», y se le asignó un amplio terreno colindante con el cacicazgo de Usaquén. La hacienda Rosales hizo parte inicialmente del territorio del barrio Chapinero, hasta que inició su proceso de urbanización y se convirtió en el barrio Rosales. El siguiente saltico fue a la calle 100, y el más reciente a la calle 127.
Miremos el espejo retrovisor y sigamos con la historia de Bogotá. La ciudad se saltó la etapa de bohíos desordenados, pues Gonzalo Jimenez de Quesada la fundó aplicando el trazado de damero estipulado para todas las ciudades de la colonización española. Las primeras calles sirvieron no solamente para el tráfico incipiente, sino además como espacio para juegos de niños y socialización de adultos; pero progresivamente se hicieron insuficientes y los alcaldes de los últimos cincuenta años se dedicaron a hacer estudios para el Metro, enterrado, a nivel y elevado –uno por cada alcalde– pero ninguno fue capaz de iniciar las obras diseñadas por su antecesor. Peñalosa propuso como solución temporal el sistema de transporte masivo a nivel –Transmilenio–, paliativo que al poco tiempo fue superado por la creciente demanda.
Entretanto, el excesivo uso no previsto de la malla vial acabó en los últimos veinte años con el pavimento, sin que ningún alcalde se decidiera a repararla. Como si esto fuera poco, cerramos con broche de oro el ciclo de burgomaestres indiferentes al tema de la calle, con un ladrón y un administrador inepto.
Las calles están regresando a su condición primigenia de piso en tierra y, como vamos, pronto veremos circular nuevamente arrieros y vacas, caballos y carretas. La mejor manera de usar la calle es no usarla y permanecer en nuestras casas ajenos al uso de esa ciudad que nos pertenece pero que no podemos disfrutar.
Pero la desaparición de las calles no es el único peligro que acecha a Bogotá. Hay otro agazapado, listo para saltarle a la yugular. Se llama BD Bacatá, un rascacielos de 66 pisos que en el momento de escribir estas líneas estaba cerca de su inauguración, y de causar el caos en un sector que no está preparado para el impacto de esa nueva población de humanos y automóviles.
La experiencia y la lógica indican que los rascacielos son ineficientes. Pero ni la una ni la otra importan en este caso. Se construye por arrogancia, y para arrogantes. Se trata de tener, a toda costa, el edificio más alto de la ciudad, como si la calidad de la arquitectura se midiera por la altura, como el salto con garrocha.
Y la vanidad ignora el costo. Porque en muchos casos la prepotencia y codicia de unos pocos la pagan la ciudad y sus usuarios (BD Bacatá), porque no se construye en el sitio más adecuado, sino en el más rentable para el promotor (BD Bacatá), aunque el sector presente serios problemas de accesibilidad (BD Bacatá) y, en lugar de aportar espacio público que mejore las condiciones del sitio (BD Bacatá), contribuya a atraer población que aumenta la congestión vehicular (BD Bacatá) en una ciudad donde no existe un sistema de transporte masivo adecuado.
Hablando de transporte, muchos bogotanos se mueven en automóviles particulares, que han ido ocupando vías, andenes, sótanos y lotes vacíos. En buena hora, la administración de Antanas Mockus resolvió recuperar el espacio usurpado, y lo logró en buena parte haciendo andenes, parques y alamedas. Se le devolvió al peatón el territorio perdido y, lo más importante, su categoría de ciudadano de primera. Hasta aquí aplausos.
Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Se prohibió entonces estacionar en calles secundarias donde cabían sin problema automóviles estacionados y circulando; se cancelaron estacionamientos de visitantes que se suponían legales y no estorbaban el desplazamiento de los peatones, se inició el reinado del bolardo –llevado hasta el delirio por Enrique Peñalosa–, y se estableció un fundamentalismo peatonal que desplazó al automovilista de su categoría de ciudadano de primera a la de delincuente, sin hacer escala en la de ciudadano de segunda.
El peor delito de este nuevo delincuente es estacionar, como se refleja en el Código Nacional de Tránsito donde estacionar en sitios prohibidos (delito que puede ser involuntario) es castigado con multa equivalente al doble de la causada por portar placas adulteradas (delito necesariamente voluntario y que puede implicar robo del vehículo), y cuatro veces más que locuras como conducir por vía férrea y adelantar entre dos vehículos que estén por sus carriles, que ponen en peligro vidas humanas.
Cada día es más difícil visitar amigos por el problema del estacionamiento. El mayor daño que está causando este fundamentalismo peatonal es la pérdida de la vida de barrio que, como lo demostró Jane Jacobs en los años sesenta, es la base de la seguridad y convivencia ciudadanas.
Otro problema que usted notará si viene a Bogotá es la contaminación visual. Estamos invadidos por avisos, vallas y letreros. El que instala un negocio cree que ponerle un aviso no es suficiente, y cuando ha llenado la fachada de letreros horizontales, completa con verticales, después coloca una valla gigantesca sobre la cubierta, posteriormente cuelga un pendón en la puerta y finalmente atraviesa una valla en la mitad del andén. Todos dicen lo mismo.
En un recorrido de treinta cuadras por la avenida Caracas, encontré seis Centros Radiológicos, Médicos y Naturistas y un Templo de la Salud, que compiten en tamaño y cantidad de avisos que reiteran no solamente el nombre del negocio, sino sus especialidades, enfermedades que curan, teléfonos y valor de la consulta.
Y si en el sector salud llueve, en el de educación no escampa: dos Institutos y un Centro de Capacitación, no solo agotan la posibilidad de cubrir de avisos la fachada –incluyendo ventanas– sino que además cuelgan pancartas de «Matrículas abiertas» como si alguna vez hubieran estado cerradas. Completaban el escenario el Templo del Indio Amazónico y un Centro Electrónico Japonés en forma de pagoda de lata. Otro día bajé por la calle 45 y me encontré, en la misma cuadra, dos negocios que competían profusa, reiterada y exageradamente con la oferta de los mismos artículos de papelería, fotocopias y minutos de celular. Sin hablar de los grafiti que están invadiendo la ciudad.
El grafiti suele ser un texto escrito. También se asimilan a esta categoría dibujos o murales, aunque el columnista de El Tiempo Armando Silva los clasifica en una categoría aparte: «arte público». Y algunos incluyen, además, como grafiti las rayas y los garabatos que solo pretenden perjudicar objetos y gentes, agredir la arquitectura y contribuir a la contaminación visual deteriorando más el ya maltrecho paisaje urbano. Esto se llama vandalismo.
Los grafiti escritos son generalmente opiniones políticas, gritos de angustia, agresiones personales o expresiones de humor, a veces no muy inofensivos. Marta Ruiz, en su columna sobre el tema Defensa de la pared (pintada) en la revista Arcadia, cita un grafiti agresivo y cruelmente regionalista: «Haga patria, mate un costeño». En Cali amaneció un día otro odiosamente racista e igual de políticamente incorrecto: «Mate un negro y reclame un yoyo». Esto es humor negro.
Un ejemplo de humor inofensivo es el que dice: «Mi abuelita dijo no a la droga…y se murió», o «Aristóteles compró una camioneta con platón», o «Yo también sé que nada sé, pero no me jacto», o «Busco sexo opuesto; o sexo, o puesto». Y textos aparentemente ingenuos al escribirlos –como «Lo que antes nos unía, ahora nos separa»– que al leerlos se vuelven pornográficos.
En Bogotá, durante la primera alcaldía de Enrique Peñalosa, mientras se adelantaban las obras del transporte masivo Transmilenio, bolardos, andenes, colegios y bibliotecas, apareció un día en letras negras sobre fondo blanco una frase que decía: «No más obras. Queremos promesas», y otra en la Universidad Nacional: «Capitalismo, tus milenios están contados».
Los grafiti invaden la propiedad privada y afectan el espacio público, por lo cual están teóricamente prohibidos. Si la ciudad desapareciera –cosa que, al paso que vamos, podría ocurrir– se convertiría en ruinas, y solo quedarían pedazos de muros. Pero los grafiti no desaparecerían pues mientras haya ciudadanos inconformes y muros o pedazos de muros, habrá grafiti o pedazos de grafiti. La ciudad oculta habla por sus grafiti y la necesidad de expresión supera la capacidad de represión.
Posiblemente usted viene de una ciudad donde los semáforos sirven solamente para ordenar el tráfico. En Bogotá, su principal función es generar empleo informal. Los primeros usuarios son los limosneros, solo uno por semáforo, o a veces dos pero de diferente especialidad. Ejemplo: mamá cargando paquete de cobija doblada que se supone niño, y un cojo. Nunca dos ciegos. La excepción son los limpiadores de parabrisas –dos por semáforo, pero socios–.
Se cree que esta mendicidad en verde, amarillo y rojo se debe al desempleo, la migración del campo a la ciudad, los desplazamientos por la violencia y otras razones igualmente conmovedoras. La realidad, mucho menos sensible, es que se gana más implorando que trabajando, pero hay que conocer las técnicas de mercadeo que varían desde cara lastimera hasta mano derecha implorante y mano izquierda con ladrillo apuntándole al parabrisas.
Pero los mendigos no son los únicos favorecidos con este empleo. Las actividades de semáforo se pueden clasificar en ocho grupos que listamos a continuación con ejemplos:
- Limosnas trabajadores independientes: ya comentadas.
- Limosnas institucionales: Día Nacional de Alguna Cosa.
- Servicios: limpieza de parabrisas.
- Ventas permanentes: periódicos y revistas, paraguas, cigarrillos sin estampilla, dulces, chicles, maní, cordones para zapato, bolsas para basura, manos libres, muñecos de peluche, pelotas, bayetillas, rosas.
- Ventas de temporada: árboles de navidad, almanaque Bristol, ediciones piratas de libros de actualidad, regalos día de la madre, banderas de Colombia.
- Ventas de cosecha: piñas, aguacates.
- Raponeros: de reloj: por chofer con vidrio bajado. De cartera de señora: por vidrio roto por raponero con ladrillo.
- Otros: patinadoras con propaganda, encuestadores.
Si usted ha decidido venir a trabajar en un semáforo, no se lo recomiendo. La competencia es muy dura. Pero si piensa venir a estudiar a Bogotá, está tomando una buena decisión. La capital ofrece una amplia gama de Universidades –muchas de las cuales tienen facultad de arquitectura– que se agrupan la mayoría en dos ejes: un eje Norte-Sur en el pie del monte que comienza en la Universidad de la Salle y termina con la Universidad del Bosque; y un eje Oriente-Occidente que se inicia en la Universidad Javeriana y muere en la Universidad Nacional. Algunas como la Inca se mimetizan en barrios residenciales, y otras flotan en el campo como la Sabana y la Militar.
Si ya se graduó de arquitecto, vale la pena visitar el vecindario de algunos centros de educación superior, donde aparecieron edificios que generaron un sano desarrollo, como sucedió con las universidades de Los Andes y Jorge Tadeo Lozano, que por su crecimiento rebasaron su campus original y prolongaron su territorio convirtiéndolo en un campus urbano. Este es un ejemplo de cómo, invadiendo su entorno con buena arquitectura, seria, incluyente y respetuosa, se puede recuperar la ciudad, pedazo a pedazo.
Bogotá es una ciudad color ladrillo, con cielos variables de gris deprimente a azul estimulante, dispuesta a entregarse al arquitecto que la visite. Si usted está interesado en arquitectura colonial, su sitio es La Candelaria. Si quiere ver arquitectura moderna, le recomiendo que se asesore de un arquitecto local que le muestre lo mejor del siglo XX. Del siglo XIX hay poco y el XXI está empezando a madurar.
Le recomiendo visitar el edificio El Tiempo de Bruno Violi, uno de los arquitectos que nos trajeron de Europa la arquitectura moderna, al igual que Rogelio Salmona –autor de las Torres del Parque, la biblioteca Virgilio Barco, el centro cultural García Márquez y el Archivo Nacional– y German Samper, diseñador de la Sala de música de la biblioteca Luis Angel Arango. De Fernando Martínez, la Plaza de Bolívar y las casas de El Refugio son visita obligada, al igual que edificios como el de Ecopetrol de Cuéllar Serrano Gómez y el de la Flota Mercante Grancolombiana, de la misma firma en asocio con Hans Drews. Las casas del barrio El Chicó de las firmas Obregón y Valenzuela, Ricaurte Carrizosa y Prieto, y Jiménez y Cortés Boschell, son representativas de la arquitectura de su época. En el barrio Polo Club se destacan las casas de Robledo Drews Castro y los apartamentos de Guillermo Bermúdez y Rogelio Salmona. Rueda Gómez y Morales son los autores de las Residencias El Bosque en la avenida Circunvalar, donde también puede verse el edificio Sapo de Jon Oberlaender. Tres edificios en la Avenida de Chile son una buena muestra de la arquitectura de Camacho y Guerrero, y los edificios blancos de la Avenida El Dorado son un buen ejemplo de la calidad de la obra de Arturo Robledo. La arquitectura educativa está bien representada en los edificios de Daniel Bermúdez, Daniel Bonilla, Javier Vera, Mauricio Pinilla, Juan Pablo Ortiz, Taller 301, Felipe González y Ricardo Larrota. Finalmente, vale la pena conocer un jardín infantil de Giancarlo Mazzanti, una iglesia de Carlos Campuzano, un centro comercial de Édgar Bueno y un edificio de apartamentos de Alvaro Giraldo o de Alvaro Botero.
En el caso de Bogotá, es permanente la inconformidad de los ciudadanos con su ciudad, especialmente en los temas de movilidad y seguridad. Corrijo: con Bogotá, porque no la consideran su ciudad. Los bogotanos habitan una urbe que sienten desconocida y extraña. Por eso las quejas se producen contra una entidad abstracta y ajena, y sus falencias les irritan pero no les duelen. Viven en un entorno que les es hostil, que no entienden cómo funciona –o mejor dicho como debería funcionar, pues de hecho no funciona–, y al no entenderla no pueden apropiarla y sentirla suya.
La ciudad está en crisis, y cuando usted la visite lo notará. La destrucción de la malla vial y el aumento de automóviles han triplicado los tiempos de recorrido, y estimulado a los bogotanos a no desplazarse por fuera de su sector, renunciando al derecho de vivir su ciudad en su totalidad y disfrutar de los servicios y oportunidades que esta le ofrece. Estamos obligados a vivir recluidos en barrios aislados que alguna vez fueron pequeños poblados que hoy hacen parte de la ciudad.
Si a esto agregamos graves problemas de seguridad, vandalismo, invasión del espacio público, deterioro de sectores deprimidos y la aparición de mega estructuras como el rascacielos BD Bacatá, en sitios donde la infraestructura vial está a punto de colapsar, la situación pasa de crítica a angustiosa.
Para hacer de Bogotá una ciudad más vivible, es necesario acordar un concierto entre los actores urbanos: legisladores, administradores y usuarios. Un concierto en re. En RE mayor.
Para empezar a concertar es necesario REconocer la crisis y REdefinir la ciudad que queremos: aunque posiblemente inalcanzable, esta tiene que ser nuestra meta, para lograr al menos la ciudad que podemos. Después REchazar la corrupción; REcluir a los contratistas ladrones que entregan obras inservibles, y REmplazar a los funcionarios que las reciben. REconstruír la malla vial; REcuperar el espacio público mal usado o apropiado por terceros; REdensificar sectores subutilizados de acuerdo con la capacidad de su infraestructura, y un programa de REnovación urbana que contemple cambios de uso y creación de nuevo espacio público y equipamiento comunitario; REstringir la expansión incontrolada de la ciudad; REstaurar y proteger el patrimonio construido, incluyendo los edificios emblemáticos de la arquitectura moderna; REhabilitar estructuras en estado de abandono y REadecuar espacios cuyos usos se hayan vuelto obsoletos. Y, sobre todo, REspetar los derechos de los demás.
Finalmente, lo más importante es REconocernos francamente como verdaderos bogotanos todos los que, independientemente de nuestro lugar de origen, hemos escogido la capital como lugar de vida y muerte. Y REsponsabilizarnos del aporte personal que sea necesario hacer para lograr nuestro bienestar y el de nuestros conciudadanos, y mejorar la ciudad que le estamos dejando a nuestros hijos.
El primer paso para que la ciudad sea adoptada por sus habitantes es que desde niños les expliquen que ese complejo urbano en el cual vivimos nos pertenece a todos, su buen uso es nuestro derecho, y su buen manejo es nuestra responsabilidad.
Me temo que este análisis fatalista, negativo y muy poco convincente de Bogotá no sirva como invitación para los arquitectos no bogotanos. Por eso termino con una definición de Bogotá en cien palabras, más positiva, romántica y un poco lambona, que nos pueda compensar en parte el mal sabor que nos dejó esta lectura, y me permita afirmar, en cinco palabras, algo que yo sinceramente siento: Bogotá es un buen vividero.
Si usted vive en…
…una ciudad recostada en una fila de
cerros protectores, que limitan una
sabana verde, donde la vista se pierde
como un niño solo…
…un bosque urbano de ladrillo salpicado
de eucaliptos, urapanes y pinos que
vinieron de lejos para quedarse…
…un medio cultural que se sale de
teatros, bibliotecas, galerías y salas de
música a invadir parques…
…donde horas frías y lluviosas se
compensan con días maravillosos de
soles tibios, cielos azules y atardeceres
rojos y amarillos…
…donde no hay sancudos. Entonces
usted vive en…
Bogotá
Quiérala, respétela, protéjala, consiéntala, úsela, disfrútela y…
¡Siéntase bogotano!
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