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Alturas insustentables

El ego es un componente muy importante en la construcción de rascacielos… Es posiblemente una combinación de ego y el deseo de obtener un beneficio financiero. Cuando uno ya tiene suficiente dinero para comer y vivir, entonces aparece el ego; está presente no solo en la construcción de rascacielos sino en la de cualquier gran edificio, alto o no.
Donald Trump

Los rascacielos florecen en todo el planeta, y no solamente los extravagantes y superlujosos para los megaricos de Nueva York, Londres, Oriente Medio y Asia. También vemos a China hacinando su clase menos privilegiada en torres que más parecen criaderos de pollos, y en Latinoamérica encontramos varias ciudades compitiendo por hacer la torre más alta de la región, sin que nadie se cuestione qué sentido tiene hacerlo y cómo es imposible evitar hacer aquí la analogía de la competencia fálica por ver quién es el más macho.

Hong Kong, Michael Wolf,camera press

Hong Kong, Michael Wolf, © Camera Press

No sobra decirlo, los interesados son los mismos en todo el planeta: promotores y políticos de pocos escrúpulos.

El calentamiento global finalmente puso sobre la mesa de discusión del urbanismo la necesidad de las ciudades densas. Lo puso como un paradigma, ya no como discusión aportada por personajes extraños, tal como Jane Jacobs, considerada en su época una “señora amateur” del urbanismo y tal vez un poco chalada, porque denostaba de lo obvio: los hermosos suburbios en boga. Jacobs pasó de ser un personaje olvidado a ser conocida y mencionada por todos, expertos y profanos del urbanismo, tanto que parecería estar en proceso de canonización.

Pero en medio de la aceptación generalizada del paradigma de la densificación urbana, se colaron los rascacielos por la puerta de atrás, convirtiéndose automáticamente en la forma idónea de lograr la densificación, sin que haya existido alguna racionalización previa que permitiera concluir que, efectivamente, los rascacielos son la solución. Tal vez ese pequeño Trump que todos tenemos adentro nos ha hecho una mala jugada.

Hemos asumido que densidad urbana significa rascacielos, sin ver que hace milenios habitamos en ciudades densas sin ellos, ciudades con una vida comunal intensa, donde no existían los automóviles y donde aún no se necesitan y, por consiguiente, su huella de carbón es mínima.

El construir en altura conlleva un mayor costo por metro cuadrado construido, costo directamente proporcional a la altura alcanzada, ya que son múltiples los factores que inciden: el tamaño que ocupa la estructura, que aumenta en los pisos bajos mientras más se eleve el edificio, lo que reduce el área útil, lo cual se puede paliar parcialmente mediante la utilización de sistemas esbeltos de alta tecnología. Asimismo, por cada piso adicional, los sistemas de circulación vertical, escaleras y ascensores, se hacen necesariamente más grandes y numerosos por el volumen de personas que es necesario movilizar. También, en la medida en que se logran mayores alturas, se hacen necesarias fachadas más y más complejas, de mayor tamaño, ya que deben ser resistentes a mayores vientos y a cambios de temperatura. Con cada solución, eso sí, los costos se hacen cada vez más extravagantes.

Nueva York se ha convertido, en los últimos años, en paradigma de la ciudad sustentable por su baja contaminación, debido a la baja utilización de automóvil y a que su área de espacio público por habitante, 14 m2, está dentro del rango aceptable, pero se ha entendido incorrectamente que, para hacer ciudades sustentables, el factor principal a emular de NY son sus rascacielos.

Nueva York se encuentra actualmente en un boom de construcción de rascacielos. Estos edificios ultra altos solo pueden ser comprados por los las clases más pudientes, o los megaricos, personas que generalmente requieren de grandes áreas y quienes además cuentan con otros hogares, lo cual hace que su densidad resulte ser solo visual. La virtud no está en manejar la altura de los edificios sino la densidad de la población y el consumo de energía que ésta requiere para funcionar.

56 leonard street,NY, Herzog & de Meuron

56 Leonard Street, NY, Herzog & De Meuron

Construir en altura no significa obtener mayor densidad de población, esto en gran parte debido a factores técnicos y económicos anteriormente mencionados; es así como la densidad de Nueva York de 2.050 habitantes por km2 es superada ampliamente por la de París, de 24.675 habitantes por km2.

Otras ciudades con urbanismo tradicional, con calles y plazas conformadas por edificaciones de mediana altura, superan también a Nueva York: Madrid con 5.198 habitantes por km2, Londres con 4.761 habitantes por km2, o Berlín con 3.815 habitantes por km2.

Cualquiera asumiría fácilmente que estas ciudades europeas de alturas medianas tendrían menor área de espacio público por habitante, definido como el espacio abierto que se alcance –caminando– en un radio menor a 600 metros. Pues bien, resulta que las ciudades tradicionales terminan por ofrecer igual, incluso más, espacio público por habitante que la idealizada New York, que ostenta 14 m2 por habitante: encontramos a París con 11,5 m2 por habitante, a Madrid con 12,23 m2 por habitante, al gran Londres con 20 m2 por habitante y a Berlín con 13 m2 por habitante.

Estos índices demuestran una mayor densidad urbana lograda por la ciudad tradicional con una apropiada cantidad de espacio público, pero aquí lo realmente importante es que, como las cosas fundamentales en la vida, no es tanto la cantidad sino la calidad. Y en esto la ciudad tradicional va de lejos.

El derogado Plan de Ordenamiento de Bogotá MePOT tomaba como planteamiento central incrementar la sustentabilidad por medio del aumento de su densidad, de manera equivocada, tomando prestado el modelo del rascacielos neoyorkino. Los diez primeros puestos en el listado de ciudades más densas están ocupados por ciudades del tercer mundo, y Bogotá, con su urbanismo caótico, es la novena ciudad más densa del mundo y la primera de América con 13.500 habitantes por km2, pero su índice de espacio público es de 3 m2 por habitante, bastante lejos de lo recomendado.

Es evidente que la causa de su densidad, como la de su carencia de espacio público, es resultado de la ausencia en sus planes maestros, de una visión que partiera de la planeación de la estructura del espacio público a largo plazo, tal como el Plan of Chicago de Burham & Bennett de 1909 que la que convirtió en la tremenda ciudad que hoy es. Bogotá se ha ido desarrollando por la adición incontrolada de antiguas haciendas y casas de recreo suburbanas, convertidas en urbanizaciones sin ningún tipo de planeación integral, simplemente siguiendo la lógica del mercado inmobiliario. Y pareciera que este efecto lo comparten las primeras diez de la lista, dado que en todas la alta densidad va acompañada de ausencia de espacio público.

El construir en altura trae costos sociales; en el reciente foro WUF7 en Medellín, como lo señala Julio Carrizoza Umaña, se hizo claridad sobre la insostenibilidad de Nueva York por la creciente inequidad social que provoca la construcción de vivienda de lujo en altura, disparando automáticamente procesos de gentrificación, y que ha desplazado la vida urbana tradicional al ejercer presión económica sobre el comercio y la vida en los primeros pisos; es así como las antiguas deli polacas, los restaurantes de inmigrantes asiáticos y las antiguas panaderías artesanales han desaparecido para convertirse ya sea en ostentoso lobby o en tienda de diseño hiperlujosa.

Las clases menos pudientes económicamente han sido desplazadas de Manhattan, en razón al costo del suelo, y han sido obligadas a vivir en la periferia, alejadas de su lugar de trabajo y con un mayor costo social, económico y ecológico. La “ciudad modelo” se convierte, poco a poco, en una ciudad donde el espacio público, crisol natural de razas y clases sociales, pierde su heterogeneidad. Y una ciudad sin equidad es una ciudad sin futuro sustentable.

En las ciudades verticales la circulación horizontal tradicional, la calle, con sus tiendas, cafés, restaurantes –economía de pequeños empresarios–, lugares donde pasar el tiempo y holgazanear para conversar con el vecino, para atisbar sin ser percibido, para vagabundear sin rumbo, simplemente perder el tiempo placenteramente, es remplazada por la circulación vertical, por el inhumano y asocial elevador, y la calidad de la vida comunal se ve restringida a lo mínimo, al casual encuentro en el ascensor. Esta vida comunal de ascensor no se puede comparar en los más mínimo a la riqueza de la vida en la calle, la de la ciudad de Baudelaire y Benjamin.

 

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PRITZKER-ElTiempo

Pritzker

El Premio Pritzker fue instituido en 1978 por Jay y Cindy Pritzker, propietarios de la cadena de Hoteles Hyatt, y se ha adjudicado en 34 ocasiones, 3 de ellas a dos arquitectos simultáneamente: en 1988 a Oscar Niemeyer y Gordon Bunshaft, en 2001 a Herzog y De Meuron, y en 2010 a Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa. El codiciado galardón ha premiado a 15 arquitectos de Europa, 8 de Norteamérica, 7 de Asia, 3 de Latinoamérica, 1 de Australia y ningún africano. Su propósito es “honrar anualmente un arquitecto vivo cuyo trabajo construido demuestre una combinación de talento, visión y compromiso, y haya producido contribuciones consistentes y significativas a la humanidad y el medio construido, por medio del arte de la arquitectura”. Dentro del gremio se le considera el mayor reconocimiento de la profesión y se lo equipara a los premios Nobel por su importancia y criterios de adjudicación. Pero no siempre se cumplen esos criterios y entonces se parece más al Oscar.

Los premios Nobel se adjudican a “personas que efectúen investigaciones y hagan descubrimientos sobresalientes, lleven a cabo el mayor beneficio a la humanidad o aporten una contribución notable a la sociedad”. Y el Premio Oscar es “concedido por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas en reconocimiento a la excelencia de los profesionales en la industria cinematográfica”.

La mayoría de los galardonados son arquitectos de gran prestigio, con proyectos grandes y numerosos. Pero hay también algunos que han trabajado con éxito un formato mediano, como Hans Hollein (1985), Robert Venturi (1991), Sverre Fehn (1997), Paulo Mendes da Rocha (2006) y Toyo Ito (2013). Y otros que se han destacado por excelentes proyectos en pequeño formato, como Glenn Murcutt (2002), Peter Zumthor (2009) y, el último, Shigeru Ban (2014), el maestro del cartón. Unos pocos son conocidos por una obra sobresaliente, como Gottfried Bôhm (1986) por su proyecto para la alcaldía de Bensberger en Alemania, y Gordon Bunshaft (1988) por el edificio Lever House en la Quinta Avenida de Nueva York. En esta forma, el jurado ha confirmado que la buena arquitectura no se mide en dólares ni en metros cuadrados; y hasta aquí loas al jurado.

En algunas ocasiones, el jurado se ha alejado de las condiciones para la adjudicación del premio, como en el caso del famoso arquitecto Aldo Rossi, reconocido como crítico, teórico y escritor, y menos por su “trabajo construido”. Como sucede en cualquier elección: ni son todos los que están, ni están todos los que son. Entre los que fueron y no están, y así se me tilde de provinciano y patriotero, yo incluiría en primera fila a Rogelio Salmona.

Pero donde yo considero que se les fueron las luces a los jurados fue cuando empezaron a premiar –con un “Oscar” en estos casos– a los principales exponentes de la arquitectura del espectáculo: Frank Gehry en 1989, Christian de Portzamparc en 1994, Rem Koolhaas en el 2000 y Zaha Hadid en el 2004. Las “contribuciones consistentes y significativas a la humanidad y el medio construido” de sus ostentosas esculturas difícilmente habitables son muy discutibles. Su derroche de formas, espacios y voladizos tienen más como objetivo descrestar al ciudadano que mejorarle su calidad de vida.

Veamos como ejemplo el edificio para el Centro Lou Ruvo de Salud Mental en Cleveland (EUA) de Frank Gehry: el texto de la imagen que acompaña este artículo no aclara si Gehry reconoce que el fracaso es este edificio –que parece que lo pararon caliente– o se refiere a otras obras. Y quedan varias preguntas entre el tintero: ¿los espacios interiores son mejores que los de un edificio normal construido con nivel y plomada? ¿El sistema constructivo es más eficiente? ¿Es más económico? ¿La ciudad ganó algo? ¿Es bello? Para mí la respuesta a todas las preguntas es ¡NO! Y la última pregunta: ¿el edificio fue diseñado para curar enfermos mentales o para producirlos?

El juicio insobornable del tiempo sabrá acomodar estos edificios en el lugar que les corresponde dentro de la historia de la arquitectura, o dentro de la historia de la escultura. El premio Pritzker debe redefinir su norte y afianzar su rumbo de acuerdo con lo establecido por sus generosos fundadores.

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Imagen tomada de El Tiempo.

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América en ruinas

América en ruinas

Lo único que sabemos de la ciudad del futuro
es que nos tocará convivir con las ruinas del presente.
Kenzo Tange

La ruina es la muerte digna de la arquitectura. Es el cadáver mal enterrado de una cultura desplazada. Cada ruina tiene dos historias por contar: una historia de vida y una historia de muerte. En el caso de las ruinas famosas, la posteridad y la imaginación han creado historias a menudo tan fantásticas y mentirosas como todas las historias.

América, continente joven, alberga ruinas igualmente jóvenes. Es el caso de Tikal en Guatemala, la más antigua ciudad levantada por los mayas en el siglo IV a.C., abriendo un claro en medio de la espesa selva cuando las serpientes eran emplumadas. Tuvo su máximo florecimiento entre los años 200 y 900 d.C. y fue abandonada a finales del siglo X. La selva recuperó su espacio y sepultó la arquitectura con su manto de distintos tonos de verde, y regresaron la algarabía de los loros y los aleteos de los quetzales. Hasta el siglo XVIII, cuando el hombre salió en defensa de  las construcciones en piedra y la selva, fue parcial y temporalmente derrotada.

Más al norte, en Yucatán, se encuentran las ruinas de Uxmal, ciudad maya botada en medio de una planicie árida donde el sol es abundante y el agua y las sombras son escasas. Su historia de vida se remonta a su primera ocupación en el siglo VII y la segunda en el siglo X. Después fue abandonada. El ocaso de Uxmal coincidió con el despertar de Chichén Itzá, otra ciudad yucateca en un valle polvoriento donde la brisa nunca llegó, que tiene una historia similar. Su principal desarrollo fue entre los siglos X y XIV y, al igual que Uxmal, murió por abandono. Todavía en México, pero esta vez en Chiapas, la mayoría de las construcciones de la ciudad maya de Palenque se levantaron del siglo VI al X. Después las abandonaron.

Más abajo –si es que el mundo tiene arriba y abajo– en Honduras se encuentran las ruinas de la que fue capital del imperio maya: Copán. Su historia de muerte –la causa de su abandono–, como la de las otras ciudades mayas, es todavía un misterio. La teoría más aceptada –pero por ahora una teoría– es la superpoblación y el agotamiento de los recursos naturales. A excepción de Tikal, sus emplazamientos en tierras áridas hacen factible esta poco imaginativa hipótesis.

La mayoría de las tribus que habitaron al norte del Río Grande y al sur de Mesoamérica construyeron con materiales perecederos que desaparecieron sin dejar huella distinta de algunos artículos de cerámica y orfebrería. Entre las contadas excepciones que dejaron algo más que adornos de oro y tiestos de barro, se encuentra Ciudad Perdida en las laderas de la Sierra Nevada de Santa Marta, al norte de Colombia, donde mueren los Andes suicidándose en el mar como Alfonsina Storni. Perdida –como su nombre lo indica– en la selva y mirando al Caribe, sus terrazas circulares unidas por caminos de piedra nos permiten imaginar lo que fue uno de los asentamientos de la cultura Tayrona, que llegó a tener un millón de habitantes antes de su desaparición. Solo fue descubierta en 1975.

Pero no todas las ruinas son residuos de un pueblo habitado y devastado. Al sur, aún sobre los Andes y todavía en Colombia, encontramos los restos de un ejército de guerreros monolíticos que cuidan la muy antigua necrópolis de San Agustín –siglo XXXIII a.C.–, que empezó a ser saqueada por guaqueros desde el siglo XVIII. Hoy es un parque diezmado por el robo continuado de negociantes y museos.

Remontando más los Andes, donde se junta la tierra con el cielo y donde antes de la llegada de los Incas solo los ángeles, los cóndores y el viento se atrevían a subir, se encuentra una de las ruinas más impactantes del mundo: Machu Picchu. De su historia de vida solo se sabe que su fundación se remonta a mediados del siglo XV, pero se desconoce el motivo de su construcción y las razones para su ubicación. Tampoco se sabe por qué fue abandonada. En 1630 fue saqueada por los españoles.

La Isla de Pascua, geográficamente en Polinesia pero políticamente en América –pertenece a Chile– fue habitada inicialmente por la etnia Rapa Nui que llegó de la isla Hiva en el siglo IV. Los Rapa Nui formaron en la playa una fila de medios gigantes en piedra que oteaban desafiantes el horizonte. Su fiero aspecto, sin embargo, no pudo detener los barcos esclavistas que entre 1859 y 1863 se llevaron más de mil nativos, iniciando su extinción. Recientes excavaciones descubrieron que los gigantes monolíticos son completos, enterrados de la cintura para abajo, y nada se sabe sobre su construcción y desplazamiento.

También hay ruinas igualmente importantes pero poco publicitadas, que se han salvado de ser asfixiadas por el turismo. Una de ellas es Chan Chan en la costa norte del Perú, capital de la cultura Chimú, y considerada la más grande ciudad en adobe del mundo, cuando fue saqueada y quemada parcialmente por Huayna Capac. Tenía 500.000 habitantes. Un siglo después, tras la conquista, la población se había reducido a 40.000. Durante el virreinato –1532 a 1821– los saqueos, buscando un supuesto tesoro de plata y oro, acabaron con lo que quedaba de la ciudad.

En la región de los Guaraníes, entre Argentina, Paraguay y Brasil, aparecieron un día unos hombres altos, blancos y con sotana, seguidos de una tropa de indígenas bajitos, oscuros y sin sotana, y empezaron a construir con el sudor de la frente –de los bajitos, oscuros y sin sotana, lógicamente– 30 pueblos misioneros donde los blancos, altos y con sotana se dedicaron a la terca e inútil tarea de los misioneros, de cambiarle los dioses a todo lo que caminara en dos pies. Hasta que en 1762 el Rey Carlos V expulsó a los jesuitas de sus colonias. Y esta es la historia de muerte de las Misiones Jesuíticas Guaraníes.

Pero detrás de las ruinas muy famosas y menos famosas hay millones de ruinas anónimas sin ninguna historia, lo cual permite que cualquiera pueda imaginar y adjudicarle hechos y leyendas, tan poco confiables como las historias consideradas veraces, pero seguramente más interesantes y divertidas. Como ejemplo voy a inventar la historia de una ruina existente en el cruce de la calle de Los Siete Infantes y la calle de La Carbonera en Cartagena de Indias. En el año 1720, una esclava dio a luz en un solo parto siete hijos de su amo –seis varones y una niña– lo cual dio lugar al nombre de la calle. Veinte años más tarde, un pirata descrito por Joaquín Sabina como cojo, con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo, el viejo truhan, capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera”, se enamoró perdidamente de la niña, a la sazón una hermosa mulata veinteañera, y le pidió que se fuera con él. La mulata lo rechazó y el pirata enfurecido juro que vendría por ella, costase lo que costase. Entonces viajó a Inglaterra y convenció al Almirante Vernon de que se tomara a Cartagena. El 13 de marzo de 1741 Cartagena divisó con horror en el horizonte 186 buques con 2.000 cañones, 27.600 hombres, y una carabela que tenía por bandera un par de tibias y una calavera. El sitio duró sesenta y ocho días pero finalmente el defensor de la plaza, don Blas de Lezo, con un puñado de valientes, derrotaron a Vernon quien huyó con los maltrechos barcos que le quedaban y todos sus hombres sobrevivientes. Todos menos uno: el pirata de la pata de palo, con parche en el ojo y con cara de malo. Disfrazado de Blas de Lezo –quien también tenía parche en el ojo, pata de palo y posiblemente cara de malo– atravesó la derruida ciudad y corrió a la casa de Los Siete Infantes para raptar a la mulata. La encontró muerta por una bala de cañón de su propio barco. Entonces, para borrar los vestigios de su amor fracasado, incendió la casa con el cadáver de su amada.

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Espacio vs. volumen

Febrero 10 de 2014

La arquitectura empieza juntando ramas para procurar un espacio para la vida, generando un volumen, después de haber sido apenas un volumen para señalar una muerte. En la cueva, la arquitectura es la cueva misma y su vano de entrada. Cuando el espacio interior se vuelve un tipo arquitectónico se puede comenzar por su volumen porque ya se sabe como será el espacio contenido. Pero en la arquitectita espectáculo actual se modela un volumen, se le meten unos espacios, y se «coloca» en la ciudad ignorando el lugar. Las fotos salen «interesantes» y jurados que no van al sitio lo premian.

El urbanismo empieza cuando uno o varios volúmenes arquitectónicos conforman un espacio exterior, ya sea espontáneamente, como al principio de las ciudades, tanto el privado como el público, o, deliberadamente, como cuando un conquistador en Hispanoamérica dispone en el paisaje y cerca a un río la Plaza Mayor de una ciudad, su espacio público por excelencia, y a partir de ella genera el trazado ortogonal de las calles que se desprenden de la misma y conforman manzanas con patios (Antonio de León Pinelo y Juan de Solórzano Pereira: Recopilación de las leyes de los Reinos de Indias, 1680).

De allí el olvido fatal de lo que son en esencia las ciudades, en el que se cayó cuando se convirtieron las plazas en parques en las nuevas repúblicas, a finales del siglo XIX y principios del XX, siguiendo el ejemplo de Antonio Nariño. Este a su vez seguía en Santa Fe el de los revolucionarios franceses que, buscando un símbolo que remplazara a los de la monarquía y la iglesia, recordaron el amor de Rousseau por la naturaleza e inventaron los Árboles de la Libertad que sembraron en las Plazas Reales (Julio Carrizosa Umaña: La política ambiental de Colombia. Lecturas Dominicales, El Tiempo, Bogotá 31/05/1992).

Para peor de males, en la arquitectura espectáculo actual solo se modelan volúmenes ignorando el espacio urbano preexistente pues las ciudades siempre son viejas: lo que olvidan esos nuevos «arquitectos» que se creen haciendo arquitectura «nueva». Pero son solo túmulos que aparte de la moda, la frivolidad, el espectáculo, el egocentrismo y el dinero, ya no son de piedra ni celebran nada, como le pedía Ludwig Wittgenstein, el celebre filósofo vienés y arquitecto aficionado, a la gran arquitectura (citado por Félix de Azúa: Diccionario de las artes, 2002).

En conclusión, para muchos «arquitectos» no importa el espacio, tanto interior como exterior, sino apenas el volumen, incluso solo los planos que lo conforman. Y ni siquiera su juego de llenos y vanos, sino apenas su superficie: solo vidrio (para eso están las cortinas) o solo lleno (para eso está la luz artificial); y si hay problemas pues se cubre todo con una mortaja. O, por el contrario, recurren a un completo «muestrario» de materiales y formas falsamente complejo que no inmortaliza ni glorifica cosa alguna.

Ahora lo verdaderamente nuevo es regresar a la vieja arquitectura, no a su imagen, claro, sino a su esencia: su contextualidad y ecoeficiencia, como en Masdar en Abu Dabi. Espacios y volúmenes que conforman edificios y estos a su vez ciudades: las dos caras de la buena arquitectura, siempre y en todas partes, pero asuntos que aquí se «enseñan» por separado en las escuelas de arquitectura, en las que ni siquiera se dibujan los andenes.

 

Benjamin Barney Caldas

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¿Discusión de qué?

Febrero 7 de 2014

Las alusiones de Guillermo Fischer en su crónica Publirreportería cultural a lo que antes se conocía como vulgar propaganda comercial y hoy pasa por divulgación informativa cultural, supuestamente objetiva, viniendo de una entidad oficial (el MinCultura en “Arcadia”, por ejemplo) o los innumerables “anunciadores” o “pautadores” en El Tiempo o El Espectador, permiten volver sobre el verdadero carácter de discusiones tales como las que se han venido desarrollando, sin mucho éxito, sobre el crecimiento del Teatro Colón –similar al de un enano aspirando a gigante–, las crueles estupideces falsopaisajísticas del Parque OPAIN-Mazzanti (calle 26 con carrera peatonal Petro, Bogotá) o el aeropuerto Luis Carlos Galán Sarmiento, alias “El que nos merecemos”.

Insisto en que esas no son y no pueden ser discusiones sobre arquitectura, urbanismo, patrimonio o temas afines, sino sobre negocios, contratos, comercio, manejos o ambiciosas manipulaciones políticas y administrativas más o menos tan transparentes, algunas veces, como una plancha de blindaje. Las certeras observaciones de Guillermo Fischer sobre el asalto pseudocultural a la manzana del Teatro Colón son apenas un asomo indirecto de la punta del iceberg contractual y procedimental que el Ministerio de Cultura ha logrado ocultar exitosamente, en años recientes, a la opinión pública y a otras autoridades oficiales tras los sofismas de distracción de costosísimas y muchas veces torpes o innecesarias intervenciones en algunos sectores vitales del antiguo teatro y, ahora, en el de expansiones aparentemente ilimitadas presupuestalmente del mismo, con contratos interminables e inflables de por medio.

No se trata de algún alegato sobre el relativo acierto o desatino arquitectónico de unas propuestas o acciones determinadas, sino de pedir una vez más un recuento público de las singulares finanzas acaecidas desde hace unos 15 a 18 años sobre el tema (el Teatro Colón), primero, de los proyectos sin  programa o estudios, de los estudios sin proyecto, de las obras sin estudios, programa definido ni proyecto completo, de las extrañas licitaciones con firmas cotizantes con dirección postal en la puerta misma del Teatro Colón, etc., etc. Tampoco vale la pena discutir sobre la torpe y grotesca escalinata a la puerta principal del teatro o la destrucción deliberada de la única tramoya manual superviviente en América Latina. Las críticas a esos “detalles”, según un alto funcionario del MinCultura, son “tonterías a las que no hay que hacerles caso”.

Tampoco se trata de la insólita “memoria descriptiva” (metamorfoseada en “entrevista periodística”) del proyecto ganador del concurso aparentemente internacional para ampliar desmesuradamente las dependencias del teatro, la cual parece una presentación de un proyecto de diseño no muy destacado en una cátedra de “taller” no muy avanzada ni bien dirigida. Menos aún sería cuestión de poner en duda la graciosa defensa feminista de tal proyecto, al mencionar (según G. Fischer) como mérito “cultural” o propagandístico de este la inclusión de una (1) mujer entre sus integrantes. Se trataría, en cambio, de señalar el curioso y estrechísimo ajuste entre el PEMP elaborado para la manzana del Colón por la misma entidad patrocinadora, organizadora y juez del concurso, y el proyecto escogido para el mismo lugar, fenómeno similar al que ocurre entre un cuerpo muy pasado de kilos y un vestido de baño dos tallas más pequeño de lo necesario. Este forzado ajuste no es, en realidad, un proyecto arquitectónico sino un renovado generador de contratos sobre el tema del Colón. No se está hablando, pues, de nimiedades como la proximidad del ábside de la Catedral o de la nula calidad arquitectónica del edifico Stella como parámetros de diseño o algo así, sino de los negocios en torno al Colón, que es un tema bien distinto. El proyecto parece decir: la catedral que se vaya al diablo, el edificio Stella que se vaya al cielo. Y todos tan contentos… Los autores del proyecto-PEMP para el Colón, eso sí, podrían alegar que las críticas que les han caído por su propuesta son injustas. En efecto, en décadas pasadas, cuando la mastodóntica Biblioteca Luis Ángel Arango invadió poco a poco otra manzana del centro histórico con un monstruo totalmente fuera de escala, indiferente a su entorno y de muy abigarrada calidad arquitectónica, no hubo debates, nadie se molestó por nada…

¿Hablamos de concursos? ¿En qué quedaron los varios de ellos abiertos para el aeropuerto que se merecían los tristes bogotanos y su indefinible entorno, ante la insaciable voracidad de las firmas constructoras y su poder económico, político y propagandístico? ¿No se dijo, acaso, que la demolición del antiguo terminal de pasajeros era indispensable para estacionar 6 aviones más en esa área? Eso no era cierto, pues ahí no caben de ninguna manera 6 aviones de los tamaños que se anuncian para un inmediato futuro. 6 avionetas jet privadas, sí, pero entonces ¿era de éstas que se hablaba? Esa macondiana justificación de un acto de barbarie cultural arquitectónica muestra claramente que el asunto no es de arquitectura sino de cierto flujo de contratos encadenados entre sí e interminables en la realidad, de preferencia. En el caso del Teatro Colón no se trata de establecer si la “polémica ampliación” es o no necesaria y de cómo hacerla, sino del cubilete mágico de recursos públicos que ronda en el trasfondo de la escena y del destino final de ese dinero que llega y llega pero no se sabe dónde.

Que la arquitectura no tiene la menor relevancia en estos alegatos, excepto como pretexto secundario, lo demuestra el desparpajo y cinismo de quienes defienden lo torpe, lo mediocre o lo erróneo, mencionando por ejemplo, en tono jocoso (cabe imaginar la calidad de los chistes que dirá cotidianamente el autor de la crónica de Arcadia citada por G. Fischer), propio para el “vulgo”, el tema de la lámpara donada para el Colón por Laureano Gómez. La lámpara era lo de menos. Las lámparas van y vienen. Cuando mucho son “arquitectura de interiores”. Lo bueno, lo interesante, eran los contratos para la nueva iluminación y las redes eléctricas del teatro. Contra todo esto, ¿qué puede hacer, por ejemplo, la aislada pero meritoria cordura y las buenas intenciones, esas sí inteligentes, del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural?

Lo anterior es música celestial ante los caprichos obsesivos de la Ministra de Cultura (¡!). Ante la imperial voluntad de ella y sus leales funcionarios ni siquiera existen las restantes entidades controladoras u observadoras del patrimonio construido colombiano y menos aun los gremios como el de los detestables arquitectos que “no hacen más que hablar mal unos de otros” (palabras de la Ministra de Cultura pronunciadas reiteradamente en ámbitos sociales). Súmese a esto lo que señala Guillermo Fischer en el sentido de que en el país proliferan ya (¿serán una mayoría o un selecto grupo?) los periodistas y directores de medios de comunicación dispuestos a escribir lo que les digan los “dueños del billete”. Es así como a un modesto “suelto” de seis líneas en una página perdida, vecina a los avisos de defunción, en un diario cualquiera, cuestionando o denunciando alguna iniciativa u obra oficial, las entidades patrocinadoras, públicas o privadas, los contratistas, interventores y comunicadores reclutados para la ocasión contraatacan con dos páginas completas o toda una separata propagandística, de costo multimillonario, autoelogiando las maravillas de lo que entienden por cultura arquitectónica y urbanística en el país. ¿Y entonces?

 

Germán  Téllez  C.
Arquitecto AIA, SCA

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Arquitecturas icónicas: ¿Frank Gehry o Tintín?

Febrero 4 de 2014

Arquitectura icónicas

Desde la antigüedad, muchas ciudades se han destacado por monumentos o edificios emblemáticos culturales, religiosos, conmemorativos, o cívicos. Estas construcciones, por su belleza, calidad  arquitectónica o tamaño, llegan a ser con frecuencia la representación de un país. Es un proceso lento que termina en que no se puede pensar en el icono sin el país y viceversa.

Cuando Kefrén y Keops y después Micerino en el año 2540 a.C. construyeron en Guiza sus famosas pirámides, todo lo que querían era un espacio que pudiera contener sus almas por toda la eternidad. Nunca pensaron que se convertirían en la cara de Egipto ante el mundo. Dos mil años más tarde, Pericles reconstruyó la que llegó a ser, y sigue siendo, la acrópolis más bella de Grecia y, actualmente, la imagen representativa del país.

Si usted hubiera nacido 300 años antes de Cristo, y hubiera llegado en barco a una isla griega pasando entre las piernas de una estatua colosal en bronce de 32 metros de alto que representaba al dios Helios, nunca olvidaría al coloso ni que la isla se llamaba Rodas. La estatua fue destruida por un terremoto setenta años después y aún hoy a Rodas se la identifica con ese coloso.

Otro ícono, que después de desaparecido sigue como emblema de una ciudad, es la Biblioteca de Alejandría. Destruida por un incendio a finales del siglo III, y gracias a la poca y contradictoria información disponible, su tamaño y fama han seguido creciendo hasta convertirse en una leyenda. Diecisiete siglos después fue reemplazada por un hermoso edificio de los arquitectos noruegos Snøhetta.

Para los amantes de la arquitectura, la hermosa Hagia Sophia, o Santa Sabiduría –mal traducida al español como Santa Sofía– es la representación de Estambul. Construida en el año 360 a.C., fue catedral patriarcal, catedral católica y mezquita por casi 500 años, hasta convertirse en museo en el año 1935. Su belleza compite con el Taj Mahal en Agra, un edificio construido en mármol blanco hacia la mitad del siglo XVII por el emperador musulmán Sha Jahan en memoria de su esposa; este monarca nunca imaginó las hordas de turistas que, siglos después, identificarían  ese homenaje con la India.

Todos pensamos en Francia, y específicamente en París, cuando vemos la imagen de la torre que el ingeniero Gustave Eiffel construyó para la Exposición Universal de 1889. Pero el ejemplo más impresionante del último siglo, de un edificio que saltó a la palestra de los edificios emblemáticos, fue el de la Ópera de Sídney diseñada por Jørn Utzon. Este impactante teatro, gracias a su calidad arquitectónica, su originalidad y su emplazamiento, se convirtió en la imagen no solo de Sídney sino de Australia. Sin embargo, cuando se diseñó se hizo pensando en hacer un gran proyecto y no un ícono de un país.

Bogotá no podía quedarse atrás y en el año 2012 la Cámara de Comercio convocó a un concurso internacional para el proyecto del Centro de Convenciones de Bogotá. Para ahorrar camino, pidió de una vez un ícono sin darse cuenta de que este –generalmente– no nace: se hace. Afortunadamente, el jurado lo entendió así y escogió el proyecto que consideró el mejor. Lo de ícono se verá más tarde.

Pero hay un proyecto que sí se diseñó para que fuera ícono: el Museo Guggenheim de Bilbao. La década de 1980 fue especialmente dura para esta ciudad española; la fuerte competencia de los países del sudeste asiático obligó a cerrar fábricas y el desempleo se disparó al 35%. Era indispensable hacer algo para cambiar la imagen de la ciudad y atraer turistas e inversionistas. Los vascos decidieron jugársela con un edificio cultural: se asociaron con la fundación Guggenheim y contrataron al arquitecto canadiense Frank Gehry el diseño del emblemático Museo. El intento fue exitoso y, a pesar de las críticas al alto costo, la estética, la arquitectura o la calidad de la colección, el edificio puso a Bilbao en el mapa y la ciudad inició un proceso de recuperación conocido hoy como el “Efecto Bilbao”.

Desconocido, en cambio, es el “Efecto Nyon”. Este pueblo está enclavado en la orilla del lago de Ginebra. Al otro lado está el maravilloso pueblo medieval francés de Yvoire y más atrás el Mont Blanc. Es un lindo pueblo pero tenía un problema para ser competitivo, atraer el turismo y afirmar su desarrollo: que estaba en Suiza y en Suiza todos los pueblos son lindos. Hasta que un día apareció un señor de pelo corto y nariz larga que recorrió las angostas calles armado de lápices, papel y cámara fotográfica. Se llamaba Hergé, el famoso dibujante belga de las Aventuras de Tintín. En 1956 publicó “El asunto Tornasol”, una aventura que se desarrolla en las calles de Nyon, la plaza de la fuente del Maitre Jacques, y la casa de la Route de St. Cergue 113 que Hergé escogió como sede del laboratorio del profesor Topolino, uno de sus personajes. Ni corto ni perezoso, el pueblo declaró santuario e identificó con placas todos los sitios pisados por Tintín, distribuyó folletos destacando la vinculación del joven reportero con la ciudad, consiguió un automóvil rojo igual al utilizado por él, organizó visitas guiadas y, al igual que Bilbao pero sin invertir una fortuna, colocó a Nyon en el mapa.

Moraleja: para poner una ciudad en el mapa no es necesario amontonar toneladas de piedra, armar un andamio de acero de 300 metros, construir una enorme y costosa alcachofa de titanio o un ostentoso Centro de Convenciones. Basta con hacer un edificio sensacional. O invitar a Tintín.

 

Willy Drews

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