Abril 11 – 2013
En diciembre del 2010, en la revista El Malpensante, comparé un proyecto no construido de Rogelio Salmona –Usatama– con las Sierras del Este, unos edificios en obra en la avenida Circunvalar con calle 61. Ahora que las Sierras están terminadas las retomo señalar dos lunares por excelencia en la arquitectura bogotana: el de los edificios sobre y subdimensionados para sus lotes.
En sobredimensión, el proyecto para Usatama abordaba la misma dificultad que sortearon las Torres del Parque: considerar la montaña como una realidad paisajística de primera importancia. Para las Sierras del Este, en cambio, los cerros significan mejor vista y mayores ganancias. Para tener unas Nuevas y mejoradas Torres del Parque bastaban tres componentes que emularan lo que hizo Salmona hace más de cuarenta años: permitir el uso público del primer piso, reducir los metros de construcción y aceptar que el respeto por la visual hacia los cerros es un deber paisajístico-cultural. En cambio, estos edificios nos dejaron, en especial al barrio Chapinero Alto, un exhibicionista en la mitad de un parque, con su gabardina bien abierta.
Otro ejemplo de sobreactuación lo constituyen los «semi» sótanos del nuevo POT. Ahora, los semisótanos pueden sobresalir 2.50 mt, en lugar del ya obsoleto 1.50 mt del POT anterior. Significa que como había problemas con los parqueos en primer piso porque hacían «perder» un piso de altura, Planeación resolvió emular la Paz verde de las esmeraldas y relajar la normas para que los parqueaderos queden en los primeros pisos, sin que el edificio pierda altura. Para los que no lo saben, en Bogotá, y por irracional que parezca, la altura de los edificios no se reglamenta en metros sino en pisos; y los semisótanos pueden estar un «poquito» salidos sin que afecten la altura del edificio.
De la gran altura “en” de Bogotá, con la mejor vista y la mejor localización de la ciudad, vámonos para el norte, al lunar opuesto de la planeación: el subdimensionamiento de la baja altura en las “afueras” de Bogotá. Aquí, quienes sueñan con vivir en casa han encontrado una vida en armonía con la naturaleza, sostenible, ecológica, segura y contemporénea. En realidad, se trata de haciendas de cien y doscientas hectáreas deshuesadas a voluntad por parte de unos herederos -entre encartados y oportunistas- para convertirlas en conjuntos cerrados de vivienda de baja densidad. Guetos sin espacio, sin transporte y sin equipamientos públicos, a veinte minutos en carro de un pan para el desayuno. Una ciudad concebida como Cosa Privada, basada en el atractivo pero obsoleto modelo de la Ciudad jardín del siglo XIX.
Los que pasamos por estos sitios con la pregunta por una ciudad del siglo XXI, quedamos con una triple desesperanza: la de unos promotores de la buena vista que se niegan a entender la importancia de los cerros como paisaje; la de otros promotores para quienes el peatón es un pobre ignorante que no tiene carro; y la de otros promotores que parecen desconocer que su Felicidad verde no se refiere a la longitud de onda que emiten las hojas de los árboles, sino a una concepción política de la sociedad que relaciona el nuevo ambiente construido con el ambiente preexistente. Un debate en el que la vida urbana, desde una concepción ecosistémica del Territorio, se opone a una concepción economicista del Suelo urbano para la cual la ciudad es el hueso que sobra después de una parranda en la que unos grandes-edificios y unas casitas-grandes hacen lo que se les viene en gana con el paisaje y el territorio.
Ante cualquier reclamo por resultados tan despreocupados por la ciudad, los argumentos de promotores y constructores del Mi lote y yo son dos y siempre los mismos: “eso es lo que permite la norma” y “yo no las hago sino me limito a cumplirlas”.
En respuesta a lo que “permite” la norma, consideremos que las Torres del Parque dejaron de construir 15 o 20 mil metros cuadrados porque Salmona así lo propuso, en nombre de los cerros; y porque el promotor, el Banco Central Hipotecario, lo aceptó. Esperar que todos los arquitectos actuen así no es muy realista pero esperar que la norma se haga para que el ciudadano común sea más importante que un promotor inmobiliario parecería un asunto de sentido común.
Y contra aquello de limitarse a “cumplir” la norma, consideremos que antes de que ésta sea un hecho jurídico pasa por un proceso de cabildeo en el cual los constructores –agremiados en la Cámara Colombiana de la Construcción, Camacol– se sientan en barrera a vitorear por lo que les conviene. Un activismo que los lleva a cumplir unas normas que contribuyeron a hacer, incluida la forma de buscarles el Esguince jurídico. Pues una vez redactada la norma, viene un ejercicio de filigrana jurídico-curatorial que permite, por ejemplo, que las Torres del Este se conecten entre sí en los últimos pisos para convertirse, curatorialmente hablando, en un sólo edificio. O que un semisótano esté varios metros por encima del andén. O que se considere que un suburbio sin espacio público es ecológico. Si bien todo esto acaba por estar dentro de las interpretaciones plausibles de la ley, el hecho es que la ciudad que nos “regalan” responde a una versión de lo que un tipo como Mockus llamaría Juego sucio.
En mi opinión, la arquitectura que se está produciendo se procupa tan poco del ciudadano común porque el aparato normativo mediante el cual se planea y urbaniza la ciudad está pensado por y para los promotores. Así que antes de comenzar a resolver los problemas, el primer problema que tendríamos que resolver seía el de evitar que quienes hagan la norma sean los mismos que después «se limitan» a cumplirla. Luego, en un esfuerzo por corregir esta tendencia al privilegio de lo privado en la planificación actual, propongo tomar por lo menos seis medidas con carácter de Decreto Real.
1. Definir la Sabana del río Bogotá como un único territorio, regido por un único plan territorial. Deberíamos dejar de referirnos a Bogotá y la Sabana de Bogotá, como si fueran dos cosas distintas: una ciudad fea y apretujada, en demolición y renovación permanente; y un campo que se urbaniza mediante un confeti desarticulado de suburbios para unos aspirantes a hacendados modernos que quieren vivir más cerca de la naturaleza. No olvidemos que Usaquén, Suba, Engativá, Fontibón, Bosa y Usme también estuvieron fuera de Bogotá, tan artificiosamente como lo están hoy Soacha, Funza y Chía. Y recordemos que si la idea de una Región metropolitana se podría remontar a la concepción territorial de los Muiscas, la denominación consecuente en tiempos de la Ecología urbana, debería ser La Sabana del río Bogotá: un territorio en el que dentro de poco tendremos que compartir el aire, el agua y la comida, quince o veinte millones de personas, sumados a otro tanto de plantas y animales.
2. Utilizar los conceptos de Patrimonio y Medio ambiente para conservar el territorio. Deberíamos convertir los cerros, el río, sus afluentes y los humedales de toda la Sabana, en Patrimonio nacional ambiental; y las casas de hacienda de origen colonial o republicano –cada una con treinta o cuarenta hectáreas alrededor– en Patrimonio nacional arquitectónico y urbano. Si la ingenuidad nos sigue rigiendo, de los gestores y planeadores actuales sólo queda esperar más Economía vendida como Ecología: más autismo, más rejas, más carros, menos andenes, menos buses, menos bicicletas, menos animales, menos agua, menos cerros, menos humedales…
3. Adoptar la manzana como unidad urbanística única para el uso de vivienda. Deberíamos limitar el tamaño de la manzana a un área máxima, consecuente con distancias cómodas para peatones. Una manzana no tiene que ceñirse a la forma cuadrada de origen romano y colonial; puede ser rectangular o tener forma de orquídea, pero debe estar rodeada necesariamente de espacio público. Lo que no debería haber, esencialmente porque es tan antisocial como antiecológico, es la privatización del espacio urbano que genera el conjunto cerrado. Tampoco debería haber Supermanzanas, una buena intención de generar comunidad que por lo regular termina en más espacio privado y mayor inseguridad.
4. Limitar la distancia máxima entre puertas de entrada a casas o edificios para vivienda. Deberíamos pensar en la seguridad de los peatones como punto de partida del dimensionamiento urbano. Nada más desapacible y peligroso que estos nuevos conjuntos cercados, donde un peatón puede llegar a caminar trescientos o quinientos metros, antes de encontrar una puerta de ingreso que le devuelva la tranquilidad de sentirse entre humanos. En la oficina de ventas de uno de estos conjuntos en Cajicá, le pregunté a una vendedora –señalando un punto en la maqueta– qué creía ella que le pasaría, a las dos de la mañana, en la mitad de la “cuadra” del conjunto que estaba vendiendo. Con los ojos bien abiertos me devolvió la pregunta: “¿será que a una la violan?”.
5. Renunciar al lote individual para la vivienda hecha por “autoconstrucción”. Deberíamos olvidarnos de la «casita» que se desarrolla hasta convertirse en un «edificio»» y reemplazarla por el desarrollo progresivo en altura. Las mal llamadas «casas» que sus dueños terminan de construir después de quince años de esfuerzos, se parecen más a un ornitorrinco urbanístico que tiene cuerpo de casa, extremidades de apartamento y cola de inquilinato. Un edificio cuya tipología no tiene nombre en ningún tipo de análisis y en el que terminan viviendo varias familias, en ocasiones hacinándose de una manera que recuerda las imágenes tipo Tiempos difíciles. Con la diferencia de que no estamos ante fotografías o literatura del siglo XIX sino ante realidades del XXI.
6. Adoptar la bicicleta como proyecto ambiental. Deberíamos diseñar todas las nuevas calles –y rediseñar las actuales– para que la bicicleta no sea un desahogo de fin de semana sino un genuino, sano, seguro y ecológico medio de transporte. Cada calle de cada manzana de toda la Sabana del río Bogotá debería tener espacio para carros, peatones, árboles y bicicletas, ordenando la prelación en el orden inverso: bicicletas, árboles, peatones y carros. Para que el sistema funcione podríamos copiarnos de Holanda, donde si está lloviendo y el medio de transporte que utiliza el empleado es la bici, llegar tarde a la oficina es un derecho.
Para terminar, aclaro que este artículo fue escrito como mi última participación en El Malpensante. Tenía la intención de una despedida que sintetizaba los problemas a los que me había referido durante el tiempo que duró la columna y terminaba con una invitación que ahora extiendo a los lectores de Torre de Babel: para quienes se interesan por el futuro de la ciudad, los invito a que cada vez que pasen por sitios como aquellos a los que me he referido con fastidio, repitan lo mismo que yo: “que horror”. También los invito a que al pasar por el lado de una hacienda todavía sin descuartizar, que la exclamación sea: “qué maravilla”. Si sus hijos o cualquier otro le recuerdan que ya lo saben porque “siempre que pasamos por acá dice lo mismo”, no importa, hay que insistir. Recordemos que a comienzos de los años 60, en Nueva York, Jane Jacobs logró impedir la destrucción de un barrio entero, la construcción de una autopista y la renuncia Robert Moses, el supermán que lo promovía todo. Y todo a punta de promover un diálogo ciudadano, precisamente sobre la ciudad como Cosa pública.
Juan Luis Rodríguez