Lo único que sabemos de la ciudad del futuro
es que nos tocará convivir con las ruinas del presente.
Kenzo Tange
La ruina es la muerte digna de la arquitectura. Es el cadáver mal enterrado de una cultura desplazada. Cada ruina tiene dos historias por contar: una historia de vida y una historia de muerte. En el caso de las ruinas famosas, la posteridad y la imaginación han creado historias a menudo tan fantásticas y mentirosas como todas las historias.
América, continente joven, alberga ruinas igualmente jóvenes. Es el caso de Tikal en Guatemala, la más antigua ciudad levantada por los mayas en el siglo IV a.C., abriendo un claro en medio de la espesa selva cuando las serpientes eran emplumadas. Tuvo su máximo florecimiento entre los años 200 y 900 d.C. y fue abandonada a finales del siglo X. La selva recuperó su espacio y sepultó la arquitectura con su manto de distintos tonos de verde, y regresaron la algarabía de los loros y los aleteos de los quetzales. Hasta el siglo XVIII, cuando el hombre salió en defensa de las construcciones en piedra y la selva, fue parcial y temporalmente derrotada.
Más al norte, en Yucatán, se encuentran las ruinas de Uxmal, ciudad maya botada en medio de una planicie árida donde el sol es abundante y el agua y las sombras son escasas. Su historia de vida se remonta a su primera ocupación en el siglo VII y la segunda en el siglo X. Después fue abandonada. El ocaso de Uxmal coincidió con el despertar de Chichén Itzá, otra ciudad yucateca en un valle polvoriento donde la brisa nunca llegó, que tiene una historia similar. Su principal desarrollo fue entre los siglos X y XIV y, al igual que Uxmal, murió por abandono. Todavía en México, pero esta vez en Chiapas, la mayoría de las construcciones de la ciudad maya de Palenque se levantaron del siglo VI al X. Después las abandonaron.
Más abajo –si es que el mundo tiene arriba y abajo– en Honduras se encuentran las ruinas de la que fue capital del imperio maya: Copán. Su historia de muerte –la causa de su abandono–, como la de las otras ciudades mayas, es todavía un misterio. La teoría más aceptada –pero por ahora una teoría– es la superpoblación y el agotamiento de los recursos naturales. A excepción de Tikal, sus emplazamientos en tierras áridas hacen factible esta poco imaginativa hipótesis.
La mayoría de las tribus que habitaron al norte del Río Grande y al sur de Mesoamérica construyeron con materiales perecederos que desaparecieron sin dejar huella distinta de algunos artículos de cerámica y orfebrería. Entre las contadas excepciones que dejaron algo más que adornos de oro y tiestos de barro, se encuentra Ciudad Perdida en las laderas de la Sierra Nevada de Santa Marta, al norte de Colombia, donde mueren los Andes suicidándose en el mar como Alfonsina Storni. Perdida –como su nombre lo indica– en la selva y mirando al Caribe, sus terrazas circulares unidas por caminos de piedra nos permiten imaginar lo que fue uno de los asentamientos de la cultura Tayrona, que llegó a tener un millón de habitantes antes de su desaparición. Solo fue descubierta en 1975.
Pero no todas las ruinas son residuos de un pueblo habitado y devastado. Al sur, aún sobre los Andes y todavía en Colombia, encontramos los restos de un ejército de guerreros monolíticos que cuidan la muy antigua necrópolis de San Agustín –siglo XXXIII a.C.–, que empezó a ser saqueada por guaqueros desde el siglo XVIII. Hoy es un parque diezmado por el robo continuado de negociantes y museos.
Remontando más los Andes, donde se junta la tierra con el cielo y donde antes de la llegada de los Incas solo los ángeles, los cóndores y el viento se atrevían a subir, se encuentra una de las ruinas más impactantes del mundo: Machu Picchu. De su historia de vida solo se sabe que su fundación se remonta a mediados del siglo XV, pero se desconoce el motivo de su construcción y las razones para su ubicación. Tampoco se sabe por qué fue abandonada. En 1630 fue saqueada por los españoles.
La Isla de Pascua, geográficamente en Polinesia pero políticamente en América –pertenece a Chile– fue habitada inicialmente por la etnia Rapa Nui que llegó de la isla Hiva en el siglo IV. Los Rapa Nui formaron en la playa una fila de medios gigantes en piedra que oteaban desafiantes el horizonte. Su fiero aspecto, sin embargo, no pudo detener los barcos esclavistas que entre 1859 y 1863 se llevaron más de mil nativos, iniciando su extinción. Recientes excavaciones descubrieron que los gigantes monolíticos son completos, enterrados de la cintura para abajo, y nada se sabe sobre su construcción y desplazamiento.
También hay ruinas igualmente importantes pero poco publicitadas, que se han salvado de ser asfixiadas por el turismo. Una de ellas es Chan Chan en la costa norte del Perú, capital de la cultura Chimú, y considerada la más grande ciudad en adobe del mundo, cuando fue saqueada y quemada parcialmente por Huayna Capac. Tenía 500.000 habitantes. Un siglo después, tras la conquista, la población se había reducido a 40.000. Durante el virreinato –1532 a 1821– los saqueos, buscando un supuesto tesoro de plata y oro, acabaron con lo que quedaba de la ciudad.
En la región de los Guaraníes, entre Argentina, Paraguay y Brasil, aparecieron un día unos hombres altos, blancos y con sotana, seguidos de una tropa de indígenas bajitos, oscuros y sin sotana, y empezaron a construir con el sudor de la frente –de los bajitos, oscuros y sin sotana, lógicamente– 30 pueblos misioneros donde los blancos, altos y con sotana se dedicaron a la terca e inútil tarea de los misioneros, de cambiarle los dioses a todo lo que caminara en dos pies. Hasta que en 1762 el Rey Carlos V expulsó a los jesuitas de sus colonias. Y esta es la historia de muerte de las Misiones Jesuíticas Guaraníes.
Pero detrás de las ruinas muy famosas y menos famosas hay millones de ruinas anónimas sin ninguna historia, lo cual permite que cualquiera pueda imaginar y adjudicarle hechos y leyendas, tan poco confiables como las historias consideradas veraces, pero seguramente más interesantes y divertidas. Como ejemplo voy a inventar la historia de una ruina existente en el cruce de la calle de Los Siete Infantes y la calle de La Carbonera en Cartagena de Indias. En el año 1720, una esclava dio a luz en un solo parto siete hijos de su amo –seis varones y una niña– lo cual dio lugar al nombre de la calle. Veinte años más tarde, un pirata descrito por Joaquín Sabina como “cojo, con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo, el viejo truhan, capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera”, se enamoró perdidamente de la niña, a la sazón una hermosa mulata veinteañera, y le pidió que se fuera con él. La mulata lo rechazó y el pirata enfurecido juro que vendría por ella, costase lo que costase. Entonces viajó a Inglaterra y convenció al Almirante Vernon de que se tomara a Cartagena. El 13 de marzo de 1741 Cartagena divisó con horror en el horizonte 186 buques con 2.000 cañones, 27.600 hombres, y una carabela que tenía por bandera un par de tibias y una calavera. El sitio duró sesenta y ocho días pero finalmente el defensor de la plaza, don Blas de Lezo, con un puñado de valientes, derrotaron a Vernon quien huyó con los maltrechos barcos que le quedaban y todos sus hombres sobrevivientes. Todos menos uno: el pirata de la pata de palo, con parche en el ojo y con cara de malo. Disfrazado de Blas de Lezo –quien también tenía parche en el ojo, pata de palo y posiblemente cara de malo– atravesó la derruida ciudad y corrió a la casa de Los Siete Infantes para raptar a la mulata. La encontró muerta por una bala de cañón de su propio barco. Entonces, para borrar los vestigios de su amor fracasado, incendió la casa con el cadáver de su amada.