Texto de John Berger (1965) [1]
Era día de mercado en la ciudad vecina, cuando leí los titulares anunciando la muerte de Le Corbusier. En esa ciudad francesa, polvorienta, provinciana y completamente comercial (fruit and vegetables), no había ningún edificio que señalase la influencia de su obra, pero me parecía que la ciudad era consciente de su muerte. Quizás sólo porque, para mí, esa ciudad era la extensión de mi propio corazón. Pero los impulsos de mi corazón podían no estar solos; había los de otra gente, leyendo el periódico local en la mesa del café, quienes, con la ayuda de Le Corbusier, también habían entrevisto el ideal de una ciudad construida a la medida del hombre.
Le Corbusier ha muerto. Una buena muerte, dijeron mis acompañantes, un buen modo de morir: tranquilamente, en el mar, mientras nadaba, a la edad de setenta y ocho años. Su muerte parece reducir las posibilidades al alcance incluso de la ciudad más pequeña. Mientras vivió, siempre parecía haber una esperanza para que cualquier ciudad pudiera ser transformada a mejor. Paradójicamente, esa esperanza surgía de su máxima improbabilidad. Le Corbusier, que fue el arquitecto más práctico, democrático y visionario de nuestro tiempo, había tenido escasas oportunidades de construir en Europa. Los pocos edificios que puso en pie fueron todos ellos prototipos de series que nunca serían construidas. Él fue la alternativa para toda la arquitectura que hay a nuestro alrededor. La alternativa sigue, claro está. Pero parece menos apremiante. Su insistencia ha muerto.
Hicimos tres viajes para entregarle nuestro propio último respeto. Primero fuimos a mirar otra vez la Unité d’Habitation en Marsella. ¿Cómo se conserva?, preguntaron. Se conserva como un buen ejemplo que no ha sido seguido. Pero los niños siguen bañándose en la piscina de su cubierta, a seguro, a su aire, entre el panorama del mar y el de las montañas, en un ambiente que, hasta este siglo, sólo pudo llegar a ser imaginado como fondo extravagante para querubines en los techos pintados barrocos. Los grandes ascensores para coches de bebé y bicicletas suben ligeros. Las verduras en la calle comercial del tercer piso son tan baratas como las de la ciudad.
De todo el edificio, lo más importante es tan simple que puede fácilmente darse por supuesto –y ese era el propósito de Le Corbusier–. Si lo deseas, puedes condescender hasta este edificio que, pese a su tamaño y originalidad, no sugiere nada que sea mayor que uno mismo –ninguna gloria, ningún prestigio, ninguna demagogia, ninguna propiedad, moralidad–. No ofrece excusas para vivir de modo tal que seamos menos que nosotros mismos. Y esto, aunque empiece siendo una cuestión de espíritu, sólo era posible en la práctica como una cuestión de proporción.
Al día siguiente fuimos a la abadía cisterciense de Le Thoronet, del siglo XI. Yo tenía la idea de que Le Corbusier había escrito sobre ella, y cualquiera que quiera realmente entender su teoría del funcionalismo –una teoría que ha sido mal entendida y peor deformada– sin duda debe visitarla. El contenido de la abadía, por opuesta que sea en su forma o en los fines inmediatos para los que fue proyectada, es muy similar al de la Unité d’Habitation. Es muy difícil, de hecho, advertir los nueve siglos que las separan.
No sé cómo describir, sin recurrir al dibujo, la compleja simplicidad de la abadía. Es como el cuerpo humano. Durante la Revolución Francesa fue saqueada, y nunca ha sido vuelta a equipar: su desnudez no es más que una conclusión lógica de la regla cisterciense, que condena la decoración. Había niños jugando en el claustro, como en la piscina de la cubierta, y corriendo a lo largo de la nave. No quedaban nunca empequeñecidos por la estructura. Los edificios de la abadía son funcionales porque su propósito era proporcionar los medios, en vez de sugerir los fines. Los fines dependen de quienes los habiten. Los contenidos les permiten comprender por sí mismos, y así descubrir sus propios objetivos. Esto les parece tan verdad a los niños de hoy como a los monjes de entonces. Una arquitectura así sólo ofrece tranquilidad y proporción humana. En lo que a mí respecta, encuentro en su discreción todo lo que puedo reconocer como espiritual. El poder del funcionalismo no reside en su utilidad sino en su ejemplo moral: un ejemplo de veracidad, el rechazo a la exhortación.
Nuestra tercera visita fue a la cala donde murió. Si se sigue un sendero entre matorrales a lo largo de la vía férrea, al este de la estación de Roquebrune, llegas a un café y hotel construido de madera y techo ondulado. En muchos aspectos es una barraca, como cientos de otros edificios a lo largo de las playas de la Côte d’Azur –un cruce entre casa de botes y escenario de pacotilla–. Pero este fue construido de acuerdo con los consejos de Le Corbusier, porque el patrón era viejo amigo. Algunas de las proporciones y el esquema de colores son manifiestamente suyos. Y en el muro de madera del exterior, frente al mar, pintó su emblema del hombre de seis pies de alto, que hace de módulo y mide toda su arquitectura. Nos sentamos en la terraza, de suelo de tablas de madera, y tomamos café. Mirando al mar, abajo, me pareció por un momento que las olas, apenas visibles, que semejaban temblores rizados, eran el último signo del cuerpo que se había hundido ahí, una semana antes. Me pareció por un momento como si el mar pudiera darle mejor reconocimiento que la arquitectura de diques y rompeolas. Una patética ilusión.
Al otro lado del mar se puede ver Monte Carlo. Si la luz es difusa, la silueta de las montañas llegando hasta el mar puede parecer como de Claude Lorrain. Si la luz es fuerte, se ve el comercio de la arquitectura en esas montañas. Particularmente visible es un hotel de cuatro estrellas, construido al borde mismo de un acantilado. Vulgar y estridente como es, nunca hubiera podido construirse sin el ejemplo inicial de Le Corbusier. Y lo mismo se aplica a un despliegue de otros edificios a lo largo de la costa. Todos ellos exhortan a la riqueza.
Entonces advertí, cerca del hombre modular, la huella de una mano. Una huella voluntaria, que formaba parte de la decoración. Estaba a pocos pies de un anuncio de Coca-Cola: a varios cientos de pies sobre el mar, y se enfrentaba a los edificios que exhortaban a la riqueza. Probablemente era la mano de Le Corbusier. Pero podría ser para su monumento, si fuera la mano de cualquiera.
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[1] John Berger, “Le Corbusier”, Selected Essays, editado por Geoff Dyer, Londres, 2001, p. 178.