Abril 9 – 2013
En LECTURAS (EL TIEMPO) de Abril, hay una crónica con un enorme título “¿Hay Arquitectura Espectáculo en Colombia?. La obvia respuesta a esto es : Desde mediados del período colonial (s. XVII aprox.) la arquitectura-espectáculo, vale decir, las edificaciones de “ir a ver”, ha estado presente en ciudades y pueblos neogranadinos primero y colombianos luego, por lo que cabría concluír que la pregunta es ante todo sensacionalista. La iglesia parroquial era la edificación vistosa o de mostrar en medio de la pobre aldea, como la catedral lo fue en las ciudades de mayor tamaño. Aunque inútil como protección militar y obsoleto al ser terminado, el fuerte de San Felipe de Barajas en Cartagena fue y sigue siendo un fabuloso espectáculo de escultura a escala gigantesca. En Medellín, desde la catedral de Villanueva hasta la torre Coltejer, nunca ha faltado el espectáculo arquitectónico. Esto lo dice en el artículo citado el arquitecto Guillermo Fischer : Desde la antigüedad, los políticos han usado a(sic) la arquitectura y viceversa…Pero, más adelante el artículo citado dice lo contrario : En el mundo (¡Ojo a la afirmación globalista!) la arquitectura espectáculo comenzó hace 20 años (?). Esto es pura desinformación publicitaria. Lo que siempre ha estado ahí no puede haber comenzado hace 20 ni 200 años. Quizás el texto citado se refería, no a la arquitectura en sí sino a la maquinaria socioeconómica y política creada para publicitar e imponer de todo, a nivel mundial: arquitectura, automóviles, celulares o desodorantes (no necesariamente en ese orden). En esta empresa propagandística participan hoy desde millonarios deseosos de invertir en algo que les dé “nombre” hasta la propia UNESCO, con su discutible invento del patrimonio mundial, incluyendo políticos con su reiterativa cantaleta de “lo social”, que no se sabe bien qué es pero suena persuasivo en el mundo de los slogans.
No es importante que en esa supuesta pero banal competencia pseudo-deportiva entre la capital colombiana y la antioqueña haya una ficticia ventaja a favor de uno u otro competidor. Una mirada a las comunas o al inmediato pasado de Medellín, o bien a los infortunios viales y sectoriales de Bogotá bastaría para desanimar a cualquiera, excepto a un creador mediático de famas instantáneas o a los denominados arquiestrellas. Estamos hablando, no de la historia de la arquitectura sino la del arribismo mundial que pide y recibe el espectáculo circense de la superarquitectura, vale decir “los nuevos símbolos”.
La recopilación de conceptos contenida en el artículo citado, se refiere en parte al fenómeno de los “egotectos” y en el caso colombiano en especial, incluye apartes de una insólita entrevista concedida por el ahora gobernador, Sergio Fajardo, al arquitecto Mazzanti, autor de la cuestionada Biblioteca España, en Medellín. Que Fajardo sea uno de los patrocinadores de tan discutida obra (acusada de plagio internacional) y Mazzanti el caso más protuberante en el país de fama mediática le añade humor involuntario pero le resta credibilidad a tan interesante hallazgo periodístico. Semejante entrevista, irónicamente publicada en una revista llamada Bomb (¡!) es análoga a que Benito Mussolini hubiera entrevistado a Adolfo Hitler sobre el tema de la expansión territorial forzosa en Europa. La extrema pretensión del entrevistado – y del entrevistador) no faltó en ello : Lo que nosotros hemos hecho es entonces construir los nuevos símbolos… dixit Sergio Fajardo. Esa increíble apropiación de la simbología urbana es la verdadera cara de la llamada egotectura sumada a la egopolítica. Se suponía que la aparición de símbolos urbanos era producto de un largo y complejo proceso social y cultural, pero he aquí que en Medellín los símbolos son creaciones instantáneas – como el café liofilizado – del gobernador Fajardo y los arquitectos a su servicio.
En la dura realidad urbana no es fácilmente perceptible la mescolanza notable en el artículo citado entre arquitectura-espectáculo y las “propuestas de ciudad”, que son posiblemente las que llamaron la atención de quienes, suponiendo que existe una especie de campeonato de “innovación” entre ciudades, decidieron darle un título mundial a Medellín. En lo de “propuestas de ciudad” todos parecen ser “innovadores” o al menos “renovadores”. La “Innovación” o vanguardismo patológico arquitectónico abundan en ciudades y pueblos del país, aparte de Medellín. El mal ejemplo cunde, dice la sabiduría popular. Es a unos vastos planes de cambio urbanístico que alude lo de la “ciudad innovadora” y no a la alharaca formalista de unas cuantas obras de autores en búsqueda de fama rápida. Por otra parte, es un facilismo cómodo lo de ligar a “lo social” cuanto se le venga a la cabeza a políticos y arquitectos. Con lo social de por medio, todo vale y todo está bien. El público, en fín de cuentas, no tiene más remedio que aceptar la arquitectura que le impongan y es libre de ir a ver – o no – el espectáculo que le venden mediáticamente. Quien necesita íconos, especialmente arquitectónicos, no lleva mucha luz dentro de sí.
Germán Téllez
Arquitecto HFAIA – SCA
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Espectáculo(?), Política(?), Arquitectura(!!!)
Leyendo la «crónica» de El Tiempo (si este es el periodismo cultural al que nos vemos obligados a referirnos en los debates, es evidente y justificado el enredo conceptual en él que estamos inmersos), y por supuesto la interpretación del maestro Germán Téllez, entiendo que el debate pretende responder a varias preguntas:
¿Es la arquitectura un espectáculo?
¿Es la arquitectura espectáculo una acción política?
¿Estamos frente a la decidida instrumentalización de la arquitectura como herramienta política, equiparable en eficacia a la propaganda negra de JJ Rendón o los girasoles del partido verde?
¿Es en dicha eficacia donde reside su valor como espectáculo?
Antes de intentar dar respuesta a esas preguntas, quisiera detenerme en ciertas aclaraciones que parecen pertinentes al debate:
Espectáculo(?)
Primero, cuando hablamos de espectáculo, al parecer hablamos de dos nociones diferentes que intercambiamos a nuestro antojo cuando el «mood» del debate lo requiere. Así, cuando queremos recordar las construcciones neogranadinas nos referimos a la noción de espectáculo asociada al placer estético que genera(ba) una opera de Mozart o un cuadro de Goya -a ninguna de estas obras podemos negarles el adjetivo «espectacular»-; por otro lado, cuando nos referimos a construcciones surgidas en (mas o menos) los últimos 20 años que se imponen en las ciudades como hitos «instantáneos» de una memoria colectiva tan efímera como un comercial de televisión, la noción de espectáculo desplaza su campo semántico para referirse a esos productos de la sociedad de consumo que ya el maestro Germán Téllez enumeró en su artículo. Todo lector ha tenido en mente al menos estas dos nociones del concepto espectáculo al entrar en este debate. Y todos los que se ven inmersos en esta discusión (ya sea escribiendo o leyendo), han hecho uso de la palabra sin detenerse o cuestionarse a qué noción de espectáculo se refieren… Todos hemos intercambiado esas nociones bajo la misma palabra, desviando el debate y confundiendo a nuestros interlocutores.
Politica(?)
En este punto quisiera dejar de lado la inmensa indulgencia del maestro Germán Téllez, para aclarar que el papel de la politica en este debate no está supeditado a la recopilación de conceptos del mal llamado fenomeno de la egotectura(!). Y la razón es obvia: no existe tal recopilación, por que no hay tales conceptos. Elevar nociones tan frágiles y tan mal construidas como «lo social en arquitectura y política» o «la arquitectura como acción política» -palabras de Mazzanti- a la categoria de conceptos sólo aumenta la nube de humo y confusion que hemos creado en la discusión.
La politica, en el debate que nos concierne, no se refiere más que a la instrumentalización del hecho construido con fines políticos, creando el subterfugio perfecto para que la arquitectura -como egotectura- y la política -como ejercicio electoral- hagan su entrada triunfal al reino ficticio de «lo social», sin que dicha entrada tenga que ver en absoluto con un impacto efectivo sobre las dinámicas sociales. Los hitos o «nuevos símbolos» -como bien señala Téllez- son frutos de dichas dinámicas sociales, y nunca la imposición de ilusorios iconos imaginados por un político y su equipo de ingenieros y arquitectos. Y si bien es cierto que la arquitectura y la política recorren el camino del poder cogidas de la mano, los resultados de tal combinación no siempre son tan decepcionantes o ilusorios como resultaron en el caso de Medellin.
Arquitectura(!!!)
Una vez aclarados algunos de los matices que imponen las palabras «espectáculo» y «política» en el contexto del debate, quisiera volver al debate mismo. Y el debate es, y siempre ha sido, un debate sobre arquitectura.
Muchos pensamos que así como es difícil entrar a este tipo de discusiones sin despejar ciertas dudas sobre lo que significa hablar de «espectáculo» o «política» en un contexto arquitectónico, también pensamos que es igualmente difícil debatir sobre arquitectura, sin saber exactamente a que nociones de arquitectura nos estamos refiriendo cuando hablamos de ella. En otras palabras, el debate necesita clarificar un poco las posiciones de sus participantes en torno a eso que hemos dado en llamar «arquitectura».
Reconociendo lo increíblemente difícil y absurdamente pretencioso que significa tal empresa, intentaré una aproximación con algunos ejemplos:
Mazzanti considera que la arquitectura es una acción política, acción que genera (impone) dinámicas sociales -como si fuera una varita mágica que convierte sapos en príncipes azules-; Bermudez considera el hecho arquitectónico una interpretación posible (entre múltiples interpretaciones posibles) de las dinámicas sociales que sólo se redime como «nuevo simbolo» en la medida en que su construcción física lo permita – es decir, que el hecho construido perdure en el tiempo-. Mazzanti habla como político -corrijo: politiquero-, Bermudez habla como maestro de obra que sabe latín (como diría Adolf Loos).
Diferencias sobresalen en tales posiciones: mientras una parte se mueve en la discusión con referencias a pseudo-conceptos abstractos no definidos (arquitectura, política, espectáculo), la otra parte defiende su posición en el debate señalando el hecho construido como tal, preguntándose si efectivamente tiene esa capacidad de generar cambios en «lo social» -como afirma Fajardo y Mazzanti- o sí simplemente es la respuesta de nuestro oficio como arquitectos al sistema económico y político que mercantiliza todo para venderlo todo, como un producto más. Como producto, la «arquitectura» -ese pseudo-concepto fantasmagórico que ronda en tantos discursos- cumple el mismo papel que cumplen otros ideales de la publicidad y el marketing: belleza, estatus, mujeres, sexo. Lo que vendemos y compramos es la esperanza de vivir ese ideal, aunque sea sólo por un momento, y el producto es sólo eso: un degenerado símbolo de ese ideal. Así mismo, esos «productos arquitectónicos» que venden la esperanza de una «inclusión social» y una «monumentalización de la periferia, y también, de la «arquitectura» como acción politica sólo generan ruidosos y efímeros símbolos que duran (nunca perduran) lo que sus materiales mal utilizados y sus perezosas composiciones les permiten; tanto como lo que un desodorante que atrae mujeres puede durar… igual de ilusorio, igual de decepcionante…
Dos posiciones generan diferentes respuestas: aquellos que se ocultan bajo el discurso de «lo social» siempre estarán condenados a vender ideales -como el demiurgo medieval, personaje mitico donde el poder del arquitecto y el politico es Uno-, y sólo unos pocos logran hacerlo con éxito. Aquellos que se refieren al hecho construido siempre anteponen lo ético a lo político, y recuerdan que son sólo interpretes de lo que pasa a su alrededor (eso que extrañamente hemos dado en llamar «sociedad») develando posibilidades con la humildad del maestro y el artesano, y con la habilidad del latinista para reconocer el «simplex sigillum veri»*.
Jhonathan Murillo Salcedo
*»El sencillo secreto de la verdad», cita tomada de Historia de la Filosofía, de Arthur Schopenhauer.