El ego es un componente muy importante en la construcción de rascacielos… Es posiblemente una combinación de ego y el deseo de obtener un beneficio financiero. Cuando uno ya tiene suficiente dinero para comer y vivir, entonces aparece el ego; está presente no solo en la construcción de rascacielos sino en la de cualquier gran edificio, alto o no.
Donald Trump
Los rascacielos florecen en todo el planeta, y no solamente los extravagantes y superlujosos para los megaricos de Nueva York, Londres, Oriente Medio y Asia. También vemos a China hacinando su clase menos privilegiada en torres que más parecen criaderos de pollos, y en Latinoamérica encontramos varias ciudades compitiendo por hacer la torre más alta de la región, sin que nadie se cuestione qué sentido tiene hacerlo y cómo es imposible evitar hacer aquí la analogía de la competencia fálica por ver quién es el más macho.
No sobra decirlo, los interesados son los mismos en todo el planeta: promotores y políticos de pocos escrúpulos.
El calentamiento global finalmente puso sobre la mesa de discusión del urbanismo la necesidad de las ciudades densas. Lo puso como un paradigma, ya no como discusión aportada por personajes extraños, tal como Jane Jacobs, considerada en su época una “señora amateur” del urbanismo y tal vez un poco chalada, porque denostaba de lo obvio: los hermosos suburbios en boga. Jacobs pasó de ser un personaje olvidado a ser conocida y mencionada por todos, expertos y profanos del urbanismo, tanto que parecería estar en proceso de canonización.
Pero en medio de la aceptación generalizada del paradigma de la densificación urbana, se colaron los rascacielos por la puerta de atrás, convirtiéndose automáticamente en la forma idónea de lograr la densificación, sin que haya existido alguna racionalización previa que permitiera concluir que, efectivamente, los rascacielos son la solución. Tal vez ese pequeño Trump que todos tenemos adentro nos ha hecho una mala jugada.
Hemos asumido que densidad urbana significa rascacielos, sin ver que hace milenios habitamos en ciudades densas sin ellos, ciudades con una vida comunal intensa, donde no existían los automóviles y donde aún no se necesitan y, por consiguiente, su huella de carbón es mínima.
El construir en altura conlleva un mayor costo por metro cuadrado construido, costo directamente proporcional a la altura alcanzada, ya que son múltiples los factores que inciden: el tamaño que ocupa la estructura, que aumenta en los pisos bajos mientras más se eleve el edificio, lo que reduce el área útil, lo cual se puede paliar parcialmente mediante la utilización de sistemas esbeltos de alta tecnología. Asimismo, por cada piso adicional, los sistemas de circulación vertical, escaleras y ascensores, se hacen necesariamente más grandes y numerosos por el volumen de personas que es necesario movilizar. También, en la medida en que se logran mayores alturas, se hacen necesarias fachadas más y más complejas, de mayor tamaño, ya que deben ser resistentes a mayores vientos y a cambios de temperatura. Con cada solución, eso sí, los costos se hacen cada vez más extravagantes.
Nueva York se ha convertido, en los últimos años, en paradigma de la ciudad sustentable por su baja contaminación, debido a la baja utilización de automóvil y a que su área de espacio público por habitante, 14 m2, está dentro del rango aceptable, pero se ha entendido incorrectamente que, para hacer ciudades sustentables, el factor principal a emular de NY son sus rascacielos.
Nueva York se encuentra actualmente en un boom de construcción de rascacielos. Estos edificios ultra altos solo pueden ser comprados por los las clases más pudientes, o los megaricos, personas que generalmente requieren de grandes áreas y quienes además cuentan con otros hogares, lo cual hace que su densidad resulte ser solo visual. La virtud no está en manejar la altura de los edificios sino la densidad de la población y el consumo de energía que ésta requiere para funcionar.
Construir en altura no significa obtener mayor densidad de población, esto en gran parte debido a factores técnicos y económicos anteriormente mencionados; es así como la densidad de Nueva York de 2.050 habitantes por km2 es superada ampliamente por la de París, de 24.675 habitantes por km2.
Otras ciudades con urbanismo tradicional, con calles y plazas conformadas por edificaciones de mediana altura, superan también a Nueva York: Madrid con 5.198 habitantes por km2, Londres con 4.761 habitantes por km2, o Berlín con 3.815 habitantes por km2.
Cualquiera asumiría fácilmente que estas ciudades europeas de alturas medianas tendrían menor área de espacio público por habitante, definido como el espacio abierto que se alcance –caminando– en un radio menor a 600 metros. Pues bien, resulta que las ciudades tradicionales terminan por ofrecer igual, incluso más, espacio público por habitante que la idealizada New York, que ostenta 14 m2 por habitante: encontramos a París con 11,5 m2 por habitante, a Madrid con 12,23 m2 por habitante, al gran Londres con 20 m2 por habitante y a Berlín con 13 m2 por habitante.
Estos índices demuestran una mayor densidad urbana lograda por la ciudad tradicional con una apropiada cantidad de espacio público, pero aquí lo realmente importante es que, como las cosas fundamentales en la vida, no es tanto la cantidad sino la calidad. Y en esto la ciudad tradicional va de lejos.
El derogado Plan de Ordenamiento de Bogotá MePOT tomaba como planteamiento central incrementar la sustentabilidad por medio del aumento de su densidad, de manera equivocada, tomando prestado el modelo del rascacielos neoyorkino. Los diez primeros puestos en el listado de ciudades más densas están ocupados por ciudades del tercer mundo, y Bogotá, con su urbanismo caótico, es la novena ciudad más densa del mundo y la primera de América con 13.500 habitantes por km2, pero su índice de espacio público es de 3 m2 por habitante, bastante lejos de lo recomendado.
Es evidente que la causa de su densidad, como la de su carencia de espacio público, es resultado de la ausencia en sus planes maestros, de una visión que partiera de la planeación de la estructura del espacio público a largo plazo, tal como el Plan of Chicago de Burham & Bennett de 1909 que la que convirtió en la tremenda ciudad que hoy es. Bogotá se ha ido desarrollando por la adición incontrolada de antiguas haciendas y casas de recreo suburbanas, convertidas en urbanizaciones sin ningún tipo de planeación integral, simplemente siguiendo la lógica del mercado inmobiliario. Y pareciera que este efecto lo comparten las primeras diez de la lista, dado que en todas la alta densidad va acompañada de ausencia de espacio público.
El construir en altura trae costos sociales; en el reciente foro WUF7 en Medellín, como lo señala Julio Carrizoza Umaña, se hizo claridad sobre la insostenibilidad de Nueva York por la creciente inequidad social que provoca la construcción de vivienda de lujo en altura, disparando automáticamente procesos de gentrificación, y que ha desplazado la vida urbana tradicional al ejercer presión económica sobre el comercio y la vida en los primeros pisos; es así como las antiguas deli polacas, los restaurantes de inmigrantes asiáticos y las antiguas panaderías artesanales han desaparecido para convertirse ya sea en ostentoso lobby o en tienda de diseño hiperlujosa.
Las clases menos pudientes económicamente han sido desplazadas de Manhattan, en razón al costo del suelo, y han sido obligadas a vivir en la periferia, alejadas de su lugar de trabajo y con un mayor costo social, económico y ecológico. La “ciudad modelo” se convierte, poco a poco, en una ciudad donde el espacio público, crisol natural de razas y clases sociales, pierde su heterogeneidad. Y una ciudad sin equidad es una ciudad sin futuro sustentable.
En las ciudades verticales la circulación horizontal tradicional, la calle, con sus tiendas, cafés, restaurantes –economía de pequeños empresarios–, lugares donde pasar el tiempo y holgazanear para conversar con el vecino, para atisbar sin ser percibido, para vagabundear sin rumbo, simplemente perder el tiempo placenteramente, es remplazada por la circulación vertical, por el inhumano y asocial elevador, y la calidad de la vida comunal se ve restringida a lo mínimo, al casual encuentro en el ascensor. Esta vida comunal de ascensor no se puede comparar en los más mínimo a la riqueza de la vida en la calle, la de la ciudad de Baudelaire y Benjamin.