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Sabana de Bogotá

Sabana Verde de Bogotá

Diciembre 27 / 2017

La planeación regional es un tema de actualidad para los bogotanos involucrados con la urbanización y el problema del crecimiento desordenado de… ¿de Bogotá? ¿De Bogotá y los municipios aledaños? ¿De Bogotá sobre los municipios vecinos? ¿De la Sabana de Bogotá? ¿De Bogotá y la Sabana? La pregunta no es clara y, en consecuencia, el problema y la eventual solución tampoco lo son. Está claro que la población, el área construida y el negocio de la construcción crecen; está claro que lo hacen en desorden; y está claro que es un problema que requiere solución. Lo que no está claro es ¿cuál es el problema? Y menos ¿cuál sería la solución? Para unos, habría que aceptar el crecimiento y preverlo, lo cual implicaría un conjunto de soluciones; para otros, lo que habría que hacer es detener el crecimiento y en lo posible disminuir la población, lo cual requeriría un tipo diferente de soluciones. En cualquier caso, la respuesta es la planeación regional, un tema favorito de los estudios urbanos y los foros especializados durante los pasados treinta o cuarenta años.

Para los graduados durante el siglo XXI se trata de un tema caliente. Si el grado es de los 90, el valor se reduce a interesante, pero si el modelo del graduado es 70 u 80, se trata de un sinsabor de tres o cuatro décadas de antigüedad, bautizado y rebautizado con variantes como Bogotá y la Sabana, Bogotá y los municipios aledaños, Bogotá metropolitana, Gran Bogotá, Cuenca media del río Bogotá y la más reciente Región Administrativa de Planeación Especial, RAPE, que incluye como «región» a los departamentos de Boyacá, Meta, Tolima y Cundinamarca. Visto por edades, el número de asistencias de un regionalista a un foro de aquellos en los que se resalta con estadísticas apocalípticas que la mayoría de la población mundial es urbana y en aumento, y que la planeación regional es inminente, tiene otro tipo de medida: para alguien menor de 40, el rango de asistencias puede estar entre 5 y 10; para los mayores de 40, por lo menos 10; y para un mayor de 50, la cuenta ya se perdió. En el último de estos encuentros de cuenta perdida al que asistí, un exalcalde municipal vaticinó con frustración que, por experiencia, «el 1 de enero de 2020, todo vuelve a empezar». En diez palabras, la sentencia de este ex-planificador urbano dio cuenta de la historia reciente del primer día de 2008, 2012 y 2016, al tiempo que anticipó algo del próximo amanecer cuatrienal, en 2020.

Lo que pasará dentro de dos años con las ideas del nuevo alcalde para la nueva Bogotá es incierto, pero de cumplirse el vaticinio del eterno comienzo, se sabe que los funcionarios salientes serán empapelados por cuanta minucia haya disponible, de la inconstitucionalidad de una fotocopia mal autorizada en adelante. Y se sabe que mientras avanzan las investigaciones, el nuevo gobernante se dedicará a sacar adelante, en tiempo récord, sus temas predilectos en materia de planeación, aprovechando que todo alcalde colombiano se convierte, por voto popular, en doctor honoris causa en planeación urbana y en panelista de rigor en los foros de planeación regional.

Aunque el problema de las fotocopias no es de planeación, es probable que si éste algún día se resuelve, el otro se desvanezca. La solución para la planeación, en cambio, es bastante sencilla, en términos generales: que los alcaldes nacionales dejen de tener el poder y la obligación de planear el espacio de las ciudades, y se dediquen exclusivamente a administrarlas, a través del único tipo de plan acorde con lo que le corresponde a un político, elegido para gobernar: el plan de desarrollo.

Un plan de desarrollo es un plan de inversiones y manejo del gasto público, hecho a partir de las prioridades y compromisos adquiridos por el alcalde durante la campaña. Por disposición legal, el nuevo gobernante tiene que presentar su plan durante el primer semestre de gobierno para el manejo de los presupuestos en salud, aseo, transporte, recreación, educación y mantenimiento vial, entre otros. Dentro del temario sobresale el plan de obras públicas, que incluye las obras por las que los alcaldes son más recordados. Obras como la Avenida Eldorado y el aeropuerto, los puentes de la 26, la Autopista Norte, las bibliotecas públicas, TransMilenio o el metro. Desafortunadamente, la tradición política nacional confunde planear y ejecutar obras viales y construir vivienda de interés social con planear el espacio urbano. El origen de la confusión viene de los años 1960, por cuenta de lo que se llamó planeación integral, la cual consiste, precisamente, en sobreponer «lo social, lo económico y lo espacial». No obstante, entender que planear «lo económico y lo social» deba necesariamente estar ligado a «lo espacial» ha llevado a economistas y alcaldes por igual, a confundir un plan de obras públicas con un plan urbanístico.

La tradición de la planeación espacial arrastra también su propia confusión. Lo demuestra con creces el sistema de ordenamiento territorial, OT, que combina en una lo que son dos necesidades diferentes: planear el medio ambiente natural y planear el medio ambiente construido. La confusión se acentúa con un prejuicio según el cual el medio ambiente es «natural» y, en consecuencia, construir es una especie de atentado contra la naturaleza. Así que si bien la primera parte de una eventual solución sería que los alcaldes no planeen el espacio, la solución efectiva requeriría, además, que la planeación del espacio se divida en dos: la planeación del medio ambiente natural, a cargo del ordenamiento territorial y la planeación del medio ambiente construido, a cargo del urbanismo. En conjunto, tendría que haber una secuencia ordenada de planes: primero, un plan de ordenamiento territorial para la Sabana, que determina las áreas no-urbanizables y las áreas urbanizables; segundo, un plan urbanístico municipal o distrital, limitado a las áreas urbanizables; y tercero, el plan de desarrollo o plan de gobierno.

Si en la Sabana de Bogotá hiciéramos la separación, habría un único plan de ordenamiento territorial, POT, para toda la Sabana; y una serie de planes urbanísticos municipales, ninguno de los cuales sería «autónomo», en el sentido que la primera tarea de cada plan sería adecuarse al POT-Sabanero. Así, los alcaldes quedarían por fuera de la planeación espacial y los urbanistas por fuera del ordenamiento regional. Si esto llegase a suceder y el alcalde se limita a utilizar adecuadamente los recursos de que dispone, es probable que el lío de las fotocopias se apague por falta de combustible.

Sin giros innecesarios para la región y al territorio, la región a la que pertenece Bogotá y por lo tanto el territorio sujeto al ordenamiento territorial es la Sabana. Denominaciones como Región Bogotá-Sabana, Gran-Bogotá, Región Bogotá-Cundinamarca, Bogotá y sus municipios aledaños, Bogotá Metropolitana y Cuenca media del río Bogotá son de origen económico y demográfico, no geográfico. Corregir estas asociaciones y definir geográficamente la región consiste en reconocer que el conjunto Bogotá D.C, municipios, cerros, sistema de ríos y planicie, compone un único territorio y una única región geográfica. Sin embargo, el territorio sabanero solo existe geográficamente porque la división territorial colombiana se limita a departamentos y municipios. Para que exista hay que «crearla» y solo se puede hacer desde el Congreso a través de una reforma constitucional. La reforma tendría primero que crear la Sabana como un territorio, pero ello sería apenas un prerrequisito, no un objetivo, pues el objetivo sería la creación de la estructura ecológica principal de la Sabana como un territorio nacional. Para ello se requiere previamente un cambio conceptual para la planeación: que la autonomía municipal de paso a la estructura ecológica principal como concepto rector para la planeación espacial.

Hay dos antecedentes con los que hay un deber: la Declaración de Río de Janeiro sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, en 1992; y la Ley 99 de 1993, por la cual se crearon el Ministerio y el Sistema Nacional Ambiental, SINA. A la Constitución de 1991 no se le puede reclamar la falta de inclusión de un acuerdo de 1992 y de una ley de 1993. No obstante, después de suscribir un tratado internacional y de conformar una institución como el SINA, la Constitución debió haberse sintonizado con el nuevo espíritu de la época. Desde luego, la ley 388 de 1997 -ley e desarrollo territorial- trató de hacerlo. Pero lo hizo sin modificar el ordenamiento y a partir del concepto de autonomía presupuestal, trasladado equívocamente a autonomía territorial.

Si se crea la estructura ecológica principal de la Sabana como un territorio nacional, generaría cambios territoriales de gran impacto. Por ejemplo: i) Bogotá dejaría de limitar con Mosquera, Funza, Cota y Chía, a través de una línea punteada sobre un mapa, localizada en el fondo del río Bogotá; ii) Bogotá también dejaría de limitar con la Calera, Ubaque y Choachí, a través de una línea punteada sobre algún lugar de los cerros orientales: iii) en consecuencia, Bogotá, Mosquera, Funza, Cota, Chía, la Calera, Ubaque y Choachí pasarían a limitar con un territorio nacional de miles de hectáreas, que es una parte de la Sabana «de» Bogotá. En la práctica, con la Sabana «del río» Bogotá, si consideramos que “de” Bogotá implica un equívoco inocente que lleva a algunos bogotanos a pensar que la Sabana les pertenece y que alguien se las está quitando. Equívocos similares son, por ejemplo: que la Sabana es algo «más allá» o allende de Bogotá D.C.; o que la Sabana disminuye en la medida que el D.C. crece; o que los cerros no son parte de la Sabana porque la Sabana es plana.

Si aspiramos a ser consecuentes con el medio ambiente construido y la realidad urbanística de la Sabana del río Bogotá, habría que afrontar la posibilidad de que en un siglo, o menos, pasemos de de 8 o 10 millones de personas a 15 o 20 millones. Basta considerar que Bogotá duplicó cuatro veces su población durante el siglo XX, pasando de 500 mil a 1 millón, a 2 millones, a 4 millones y finalmente a 8 millones. Como en 1954, se vio que el suelo disponible no alcanzaba, y que «los urbanizadores» llevaban varias décadas «urbanizando» por fuera del perímetro urbano, los municipios aledaños de entonces –Usaquén, Suba, Engativá, Fontibón, Bosa y Usme– se anexaron y de un día para otro la ciudad duplicó su tamaño. Hoy, ante la perspectiva «increíble» de volver a doblarnos, podemos seguir esperando a que el gobierno nacional adopte un autoritarismo similar que amplíe el perímetro urbano y convierta los nuevos municipios vecinos –Soacha, Mosquera, Funza, Cota, Chía, La Calera, Ubaque y Choachí– en localidades del D.C. O que adopte políticas revolucionarias como el decrecimiento económico de Serge Latouche o el despoblamiento de la Sabana en función de un nuevo país de ciudades intermedias de Felipe van Cotthem.

Podemos también continuar organizando foros regionales mientras unas pocas firmas constructoras y unos cuantos alcaldes «voltean» el suelo sabanero según sus propias ideas de desarrollo «sostenible», «ecológico» o «verde», según la preferencia publicitaria de la estrategia de mercadeo. O bien podemos afrontar la perspectiva «inexorable» del crecimiento urbano sobre unos mínimos de racionalidad geográfica y política, y reconocer: i) que la Sabana se puede planear, empezando por definir con claridad las áreas urbanizables y las no-urbanizables; ii) que las áreas no-urbanizables constituyen la base de la estructura ecológica principal; y iii) que la estructura ecológica empieza por el sistema río-cerros, considerado como un sistema espacial. Todo esto, por supuesto, si aceptamos que se trata de planear dónde van a vivir millones de personas y que para ello es indispensable tener claro que lo harán -lo haremos- en un doble medio ambiente: uno construido y uno natural.

Poco se puede esperar de los partidos políticos actuales y de sus dinámicos miembros. En la práctica, si las reformas -constitucional o administrativa- fueran en beneficio del medio ambiente construido, probablemente tendrían muchos aliados. Si se limitaran, en cambio, al medio ambiente natural, lo más probable es que sus aliados se perderían después de las elecciones. Sin embargo, si en realidad hay un partido Verde con una ideología política Verde, podría haber una esperanza en una congresista como Angélica Lozano, quien hasta el momento ha demostrado tener un comportamiento ideológico inelástico. Lo que no se sabe es si estaría de acuerdo con que la ideología Verde no es ambientalista, a secas.

La ideología Verde no se pregunta si la sabana es una región, o si la reserva van der Hammen es necesaria, o si le conviene a Bogotá, o si a los dueños de la tierra se van a molestar, o si el urbanismo es malo y el ambientalismo bueno. Una ideología Verde se pregunta, en cambio, cuántas reservas más, tipo la van der Hammen, son necesarias para configurar la estructura ecológica principal de la Sabana del río Bogotá y cómo hacer para que lo que se sabe que es una región geográfica se convierta, además, en una región política, en la que eventualmente puedan convivir armónicamente 20 millones de personas. La respuesta tiene dos partes: i) habría que modificar el ordenamiento territorial colombiano para que la estructura ecológica principal de la Sabana del río Bogotá sea un territorio nacional; y ii) habría que modificar el sistema de planeación del espacio para que haya un único ordenamiento territorial sabanero y múltiples planes urbanísticos municipales, todos conectados a una única estructura ecológica principal.

ACLARACIÓN Y MICO

Aclaración

La estructura ecológica principal sería solo una parte de las áreas no-urbanizables de las que se ocuparía el OT. Las otras son: ii) las áreas destinadas a la producción de alimentos y materias primas (agrológicas, ganaderas, mineras); iii) las áreas destinadas a la producción de energía (hidráulica, eólica, solar, atómica); iv) las áreas destinadas al tratamiento de desechos (agua, basura, reciclaje); v) las áreas destinadas a centrales de abasto (alimentos, productos); vi) las áreas destinadas a terminales de transporte (aviones, buses, trenes); y vii)las áreas destinadas a las carreteras y ferrocarriles nacionales, cuyas áreas de afectación deberían igualmente estar protegidas como territorios nacionales. Ninguna de estas áreas tiene la necesidad de urbanistas, cuya naturaleza, como su nombre lo indica, es urbanizar.

Mico

Considerando:

1. Que Soacha ya es parte del Distrito Capital.
2. Que Mosquera, Funza, Cota, Chía, La Calera, Ubaque y Choachí dejarán de limitar con Bogotá y pasarán a hacerlo con el territorio nacional denominado Estructura Ecológica de la Sabana del río Bogotá.
3. Que a pesar de lo anterior, entre estos municipios continuará habiendo límites lineales por medio de cercas o punteados invisibles, en lugar de espacios.
4. Que para muchos planificadores es imposible renunciar a la tabla de Excel y al pensamiento lineal y en dos dimensiones.
5. Que el páramo de Sumapaz no es una localidad cuya manipulación estadística para generar cuentas engañosas como que más del 50% de Bogotá es una reserva ambiental, es perniciosa.

El Congreso de Colombia decreta-ría como artículos complementarios:
Primero, que Soacha pasa a ser una localidad más de Bogotá y Sumapaz una parte de la estructura ecológica.
Segundo, que entre uno y otro municipio de la Sabana, cualquiera que sea, cuando el municipio no limite con la estructura ecológica principal, se debe considerar un espacio de 200 a 400 metros a lado y lado de la línea divisoria entre los dos municipios, de modo que la planeación de este espacio tenga que ser concertada. En caso de que pasados 50 años los municipios involucrados no logren dicha concertación, el Ministerio del Medio Ambiente entrará a decidir qué uso darle a la franja.

* Imagen tomada de El Tiempo.

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UN PAISAJE DEL PAIS PAISA

Un PAISaje del PAIS PAISa

Abrimos el broche y entramos al cafetal. Yo tendría 6 o 7 años…

Me toca exprimir viejos recuerdos casi olvidados –como este– de una niñez hace largo tiempo ida, para tratar de reconstruir el paisaje cafetero del País Paisa que yo conocí. El País Paisa –Antioquia y el Gran Caldas– tiene todos los climas y paisajes, desde los cañones abrasadores de las riberas del Cauca, pasando por las colinas templadas sembradas de café, hasta los empinados páramos que alguna vez estuvieron cubiertos de blanco y hoy asoman avergonzados su cabeza pelada de arena gris.

El paisaje cafetero fue obra del hombre. La naturaleza aportaba solamente la geografía y el hombre cubría el terreno ondulado con arbustos verdes de pepas rojas, formados en filas y columnas como soldados, debajo de un bosque que suministraba la sombra que los cafetos necesitaban. Era un bosque principalmente de guamos acompañados de guayabos, yarumos y tal cual acacia.

Entrábamos por una guamoleda (alameda con guamos en vez de álamos) y nos sentábamos en el suelo a comer esos frutos verdes y largos que al retorcerlos se abrían mostrando una sonrisa blanca de grandes dientes de peluche dulce. El piso estaba cubierto por una alfombra de hojarasca, con un dibujo de luces y sombras que se movían al vaivén del viento, salpicada de mariposas amarillas y blancas que cada tanto abrían y cerraban las alas para mostrar que estaban vivas por pocas horas. Las pepas, únicas sobrevivientes de la guama, se abrían y se ponían: una en la nariz, dos en las orejas, y diez en los dedos de las manos.

El paisaje cafetero no era para mirarlo. Era para vivirlo con su olor a tierra removida y fruta madura, sus distintos verdes salpicados de punticos aleatorios rojo toche, azul azulejo y amarillo canario; su contraste de luces y sombras que cambiaban continuamente; la caricia sobre la piel del sol de clima templado filtrado por los árboles; el trino de los pájaros y el canto de las cigarras cansadas del silencio de un año de entierro.

El camino era en gravilla que crujía al ritmo de nuestros pequeños pasos. Al final del camino estaba la casa –de uno o dos pisos– que pertenecía al paisaje, como si siempre hubiera estado allí.

Un amplio corredor con una chambrana de madera de macana rodeaba la casa, pero no era simplemente un espacio de circulación: era un sitio para permanecer, con sillas perezosas y mecedoras, cubierto por un ancho alero de su techo en teja de barro, sostenido por una estructura de pilares y vigas de madera. A menudo, las paredes contra el corredor estaban protegidas de los golpes de las mecedoras por un zócalo de madera.

Las habitaciones se abrían al corredor por medio de puertas de madera de dos abras cuidadosamente trabajadas, con postigos que permitían la entrada del aire y la luz sin sacrificar del todo la privacidad. El color era un elemento muy importante en la arquitectura del café e imponía discretamente su sello personal en el paisaje. El blanco del encalado de los muros en bahareque contrastaba con el color –a veces dos– de la carpintería de madera. Los más usados eran el verde, el azul y el naranja. Estos materiales y colores eran los mismos para las construcciones de los ricos y las de los pobres.

Las casas –no diseñadas por arquitectos– eran construidas por maestros, con artesanos que dejaban muestras de su habilidad y cariño en los artesonados de los cielorrasos –principalmente en el comedor– y en los calados de madera. Las casas de hacienda incluían las dependencias necesarias para el beneficio del café. Debajo del piso se guardaban unas grandes bandejas que corrían sobre rieles, y permitían sacar a secar el café en los días de sol y guardarlo en los días de lluvia. Cuando la pendiente del terreno lo permitía, debajo de las habitaciones se ubicaba la pesebrera para el descanso de mulas y caballos, el medio de transporte más adecuado para el cafetal. Al lado estaba el corral.

El paisaje cafetero ya no es el mismo. El bosque de guamos desapareció con la llegada de los nuevos tipos de café que no necesitan sombrío. Se fueron los toches, ya no cantan los canarios y desaparecieron los azulejos. Sus trinos fueron derrotados por el silencio y las cigarras se enterraron para siempre con su canto. Ya no huele a tierra y guayaba, la vida efímera de las mariposas se cumplió, y la alfombra de luces y sombras desapareció. Los ingresos de los cafeteros mejoraron y casas nuevas reemplazaron a las casas viejas. Con las casas nuevas llegaron los arquitectos y con ellos materiales extraños al entorno y menos amables con el paisaje, como ladrillo, concreto, aluminio y vidrio.

La desaparición del bosque desnudó la nueva arquitectura ajena a la geografía, al clima y al entorno. Ya no existen los amplios corredores y las puertas-ventanas con postigos cariñosamente trabajadas han dado paso a innecesarias fachadas de vidrio. Los caballos y las mulas salieron para siempre de debajo de la casa vieja, y en frente de la nueva aparecieron ostentosos automóviles agrediendo el panorama.

El paisaje es parte irremplazable de nuestra cultura, definitorio de nuestra identidad, y aportante a nuestra calidad de vida. La minería, la erosión, la explotación del suelo, la urbanización, la ignorancia y la desidia, están acabando con el paisaje que vamos a dejar a esos hijos y nietos que no saben que es chambrana, ni macana, y nunca se han comido una guama.

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Dicken Castro: un hombre de su oficio

Sin que seguramente él mismo lo supiera, Dicken Castro —desde su más tierna infancia— era ya un arquitecto. En una entrevista que dio a la revista Mundo en junio del 2003, habló de que el ladrillo viene de recuerdos infantiles, como el de la impresión que me causaba ir a misa a la catedral de Villa Nueva en Medellín”. Esto, al entrar a un lugar y fijarse de qué material y cómo está construido es algo que definitivamente no nos sucede sino a los arquitectos en ejercicio.

No conocía otra iglesia, no sabía de qué estaban hechas las iglesias y a él esta construcción ya le causó gran impresión, que llevó hasta el final de su vida y que fue inspiradora de su obra; prueba de ello es que ya en sus últimos años le preguntaron: ¿de qué obra arquitectónica le hubiera gustado ser autor? Respondió sin vacilar: “de la catedral de Villa Nueva en Medellín.”[1] Pero esa capacidad y agudeza en la observación no le permitía quedarse sólo en la arquitectura: hizo estudios de antropología, fue brillante diseñador gráfico, acuarelista y querido profesor.

No fui su alumno. Cuando entré a la Universidad Nacional él enseñaba diseño gráfico y lo veía en los corredores, en la cafetería y en alguna conferencia. Sin embargo, tal vez por afinidad regional, porque soy de origen antioqueño apostado en Risaralda y desde que decidí estudiar arquitectura, en los últimos años setenta, mis primeros intereses se centraron en el trabajo de Dicken Castro. Ya él había publicado su libro La Guadua y esta investigación —Premio Nacional de Arquitectura— rodaba por los corrillos académicos de Colombia como el gran aporte que el tiempo se ha encargado de probar que definitivamente lo fue. Su libro Forma viva. El oficio del diseño fue sin duda el primer libro de arquitectura que adquirí y aún conservo, junto con la edición príncipe de La Guadua amablemente dedicada a quién esto escribe.

Lo anterior para confirmar que sin que Dicken lo supiera, con su trabajo, sus libros y exposiciones fue uno de los más importantes catedráticos que tuvimos muchos de mis coetáneos, sin que jamás lo hubiéramos visto en un aula. Sólo una vez —y por razones que aún hoy no logro entender, relacionadas al diseño por supuesto— nos invitó con mi señora a almorzar al club donde nadaba. Fue la única vez que tuve una conversación con él. Mucho le debo y mucho le agradezco. De ahí este homenaje que hoy quiero hacer a su labor profesional y a su persona.

Titulo este escrito con una palabra que el mismo Castro dio en una conversación con Antonio Montaña[2] sobre lo que para él era su trabajo como diseñador: un oficio. Transcribo sus palabras porque me parece que refleja en ellas su manera abierta y sencilla de ver el mundo, lo que se traslada a su brillante obra: “Yo prefiero llamarlo oficio. Oficio es una palabra generosa, casi humilde, pero llena de contenido”.

Probaré lo anterior con los que para mí son los ejemplos más elocuentes de mis afirmaciones.

En arquitectura, la plaza de mercado de Paloquemado es de hecho un proyecto que, por su importancia en la rutina de las familias colombianas, es afín a los intereses de Dicken Castro. El lugar de encuentro por excelencia. El sitio de discusión e intercambio entre los ciudadanos, las que fueron en su momento lo que hoy se ha dado en llamar “redes sociales”. De expresión democrática. Recordemos que la revuelta del 20 de julio de 1810 se fraguó en un día de mercado. Y, por último —y tal vez por eso lo más importante, que por obvio puede pasar desapercibido—, el inicio y tal vez el paso central del rito de la cocina, la selección y adquisición de lo que llevaremos a la mesa de nuestros hogares. De ahí el amor y la trascendencia que en diferentes culturas las plazas de mercado han tenido en nuestra historia. La música, la poesía, la literatura, el cine y, sobre todo, la iconografía mundial, están llenas de plazas de mercado. Desordenadas todas, llenas de vida, de color y de texturas.

Con un esquema funcional bastante sencillo y eficaz, Castro implanta la plaza de mercado: inscrita en una manzana tradicional, de un cuarto de circunferencia en planta. Expone la fachada más amplia a las vías de más alta jerarquía urbana (la calle 19 y la carrera 27), para dar la bienvenida a los peatones, y en la esquina opuesta (calle 20 con carrera 26) da el acceso a la entrada de los productos y a la salida de los residuos. Una planta con una distribución interior regular, que bien podría ser libre como lo fueron los mercados en la primera mitad del siglo XX y lo siguen siendo en pequeños poblados.

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Dibujo de Dicken Castro tomado de Forma viva: el oficio del diseño (Editorial Escala)

Hasta ahí, no se vería la maestría. El gran valor de esta plaza de mercado, lo que la convierte en un proyecto emblemático de nuestra arquitectura, es lo que muy pocos ven: la cubierta. Se resuelve la necesidad de cubrir grandes áreas sin que estas tengan que estar soportadas al interior, mediante un sistema de plegadura en concreto. Se necesita talento para hacer de una obra arquitectónica un ejemplo de calidad, con un proyecto cuyo gran valor es la cubierta. La plaza de mercado, que ya casi cumple los 60 años, sigue tan vigente en su funcionalidad e importancia en la vida cotidiana de los bogotanos, como lo fue en sus primeros días, aún frente a la difícil competencia de las formas de vida del siglo XXI. Y la estructura —que seguramente hoy no cumpliría con los estrictos requerimientos de sismorresistencia— sigue en pie después de no pocos temblores y de haber estado expuesta al sol, al agua y a la contaminación por casi seis décadas (apostaría que sin el más mínimo mantenimiento en su ya larga vida). Se construyó cuando no existían los impermeabilizantes para el concreto e indagué con las “marchantas” sobre goteras y similares y no se reportaron, como tampoco se ve a simple vista, que tenga fisuras o haya sido recubierta con mantos asfálticos o similares. Se cumple lo que decían nuestros profesores de construcción: “la mejor impermeabilización es una buena inclinación”.

No veo cómo los profesores de estructuras podrían enseñar a sus alumnos qué es una estructura en plegadura, si no llevaran a sus pupilos a la plaza de mercado de “Paloquemao”. Lo que se ve en las fotos de los libros europeos y estadounidenses, principalmente, difícilmente le puede quedar en la memoria a un estudiante como para ponerlo en práctica en los proyectos de quienes después ejercerán la profesión.

Capítulo aparte en su arquitectura merece también el habernos mostrado a los colombianos —producto de sus viajes por el antiguo Caldas— que el valor de la guadua (nuestro bambú), en la solución de vivienda, que los mismos habitantes escogieron y trabajaron para resolver su falta de casa, además de estético fue, sobre todo, constructivo y estructural. En una región en donde la topografía se convierte en un desafío técnico a la hora de construir, los movimientos sísmicos una presente espada de Damocles y los costos en una limitante infranqueable para una gran parte de los pobladores, sin ir muy lejos, con lo que tenían a la vista y a la mano, resolvieron de manera eficaz sus necesidades de vivienda, aportando sin saberlo, a la sismoresistencia.

Estas construcciones llamaron la atención de este joven[3] arquitecto, con formación de antropólogo, e hicieron que muchos de nuestros colegas y diseñadores “descubrieran” este valioso material constructivo, al punto de que hoy tenemos premio nacional de arquitectura a estructuras construidas enteramente en guadua.[4]

El diseño gráfico fue el otro gran interés de Dicken Castro. Como en el ejemplo anterior, parto de esa vocación democrática que tiene la obra de Dicken. No veo una disciplina más interesada en comunicar, en llegar, en transmitir información de manera más rápida y más clara a la mayor parte de la población que la que busca el diseño gráfico. Esta vocación y finalidad del diseño gráfico es afín a la personalidad y al carácter de Dicken Castro. De los cientos de logotipos e imágenes que él diseñó, destaco la moneda de $1.000 que empezó a circular a partir del año 1996, en la que se reproduce una bella figura en filigrana de la orfebrería de la cultura Sinú. Una moneda inspirada en lo mejor del arte americano, que fácilmente puede pasar por las manos de todos los colombianos, obligándonos a mirar y pensar, no solamente en el arte de nuestros antepasados y sus culturas, si no en valorar lo nuestro con orgullo. Nos mostró también el valor de los sellos y los rodillos que los precolombinos apostados en lo que hoy es Colombia fabricaron, a veces para decorar su telas y vestidos, y que oportunamente la Administración Postal Nacional en 1973 reprodujo en estampillas para que le dieran la vuelta al mundo, llevando los más diversos mensajes desde Colombia a muchos países.

Con su profunda vocación generosa y personalidad abierta, Dicken Castro pone los ojos en lo que él llamó la “expresión espontánea en Colombia”.[5] Entre otros valores por él estudiados, resaltan las pinturas que llevan en sus carrocerías los buses destinados al transporte público interveredal, principalmente en Antioquia y en los departamentos de la colonización antioqueña. Una iconografía festiva y llena de colorido, que invita a pensar a los pasajeros que su viaje dominical, desde la vereda a la cabecera municipal para asistir a misa y al mercado, es toda una fiesta. Por esto me atrevo a afirmar que de no haber sido porque Dicken Castro, que nos mostró el carácter festivo de estas carrocerías, el valor de su estética e importancia en la vida cotidiana de nuestros campesinos, no existirían las hoy llamadas “chivas rumberas”; ni la gran ceramista huilense Cecilia Vargas y sus decenas de imitadores hubieran reproducido estos bellos buses, llamados “de escalera”, para que adornaran salones de miles de visitantes extranjeros en sus casas alrededor del mundo.

Fue Dicken Castro, un hombre de su oficio. Un investigador con el ojo más aguzado, un catedrático ejemplar, un dedicado trabajador, aun cuando viendo el producto de sus labores, lo siento disfrutar tanto de lo que hacía, que la verdad no creo que esto fuera para él un trabajo. Lo hacía con gran talento y honestidad. Y se divertia haciéndolo. Era su oficio.
_________________________

[1] Revista Mundo # 08

[2] Forma viva: el oficio del diseño Editorial Escala, página 6

[3] Se interesó en la guadua desde los años 40: La Guadua, Dicken Castro, página 7

[4] Biblioteca Casa del Pueblo en Guanacas, departamento del Cauca. Bienal de Arquitectura 2004 del arquitecto Simón Hosie Samper

[5] Forma Viva El oficio del Diseño Editorial, Escala página 51

* La primera imagen es de Carlos Duque – Fotografia – Retratos 1968/2002

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Las murallas son lo de menos. Respuesta a los comentaristas

Zonas

Central Park

Recibí dos comentarios de desaprobación a la propuesta para conservar la reserva van der Hammen a través de un parque urbano amurallado.

El primero asegura que se trata de un “afán ridículo” y pregunta “¿por qué debemos parecernos a otras ciudades, de otros países y otras culturas?”. El segundo se une al coro reiterando que copiar modelos extranjeros es un error y propone construir “una ciudad moldeada con consciencia de sus ecosistemas… Eso sí que sería un modelo propio, innovador y único, adaptado a nuestra cultura”.

Lo que “me pregunto” yo es otra cosa. Si una propuesta para conservar las 1.368 hectáreas de la reserva Thomas van der Hammen es una copia ridícula, ¿cuál sería la denominación adecuada para el alcalde Enrique Peñalosa: mago genial por desaparecer la reserva o cuatrero descarado por robársela?

Un tercer corresponsal interesado en el tema de la Región Bogotá me hizo, por correo electrónico, una invitación a apoyar la formulación de “un plan maestro regional, como referencia para la propuesta asociada Plan [de Ordenamiento] Zonal del Norte”, POZ. Estoy de acuerdo con la importancia con la planeación regional, tanto como con la planeación geográfica y ecosistémica, como entiendo que lo está la mayoría de gente involucrada con el problema del funcionamiento y la planeación responsable de la Sabana de Bogotá. Sin embargo, la región puede esperar y las declaraciones no alcanzan para CONSERVAR la van der Hammen.

Se puede discutir si la conservación de un área de 1.368 hectáreas debería hacerse a través de un proyecto de reconstrucción de un pasado ambiental, o del futuro de una ciudad habitada por 15 o 20 millones de personas. El hecho es que ninguna se puede sustraer al hecho de que el proyecto Lagos de Torca es una AMENAZA presente, a punto de ser aprobada por el Concejo. Sin que la reserva haya sido creada.

La reserva van der Hammen no pasa de ser un enunciado. No está creada porque no ha sido adquirida, no está reglamentada y no se ha definido cómo compensar a los propietarios ni la reubicación de algunos usos y usuarios. Tampoco se tiene un plan para mantenerla por el resto de la vida y menos la claridad de que todo tiene un costo de miles de millones de pesos, que de alguna parte tienen que salir. La creación, sin embargo, empieza por entender y actuar sobre las condiciones de posibilidad que amenazan su existencia: SUSPENDER el proyecto Lagos de Torca y REDEFINIR la zona norte.

* Imagen de la gran muralla china tomada de Taringa.

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Casa Shaio en venta

Esfera pública & Esfera privada

Septiembre 26 – 2016

El «espectacular» predio de la famosa casa en la que vivió Gonzalo Rodríguez Gacha no para de subir de precio. La primera valoración de la que oí hablar estaba por los 25 mil millones de pesos, la última va en 48 mil y, de ser cierto que habrá una puja pública, es de esperar que el precio suba un par de miles adicionales. Para algunos, la cifra no es escandalosa sino «apenas lógica» porque un lote como ese «vale una fortuna”. Para los de la supuesta especie con cola de puerco a la que pertenezco, lo espectacular eran la casa y su jardín y lo escandaloso es que semejantes casa y jardín, situados en la esquina de la carrera 13 con calle 86A, no sean parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad.

Casa Shaio ofertarLa casa fue construida para el doctor Eduardo Shaio por el arquitecto Rafael Obregón en 1956-57. De la familia Shaio pasó a la familia de González, uno de mis compañeros del colegio, por lo cual tuve la suerte de conocerla. Después vino El mexicano, luego Estupefacientes y el siguiente propietario será alguien con la capacidad de desenfundar 50 o 60 mil millones de pesos. Según el cronograma clavado al muro que acompaña el anuncio, esto debió haberse definido el 16 de septiembre.

casasahioUNal Antes que admirar la casa, que me parecía muy simple, lo que me deslumbraba por allá al final de los años 70 eran la piscina y el jardín. Ahora lo que me asombra es el sofisticado modernismo que le dieron Shaio, Obregón y el paisajista japonés Hoshino, y del cual sólo se viene a caer en la cuenta cuando ya era una ruina. A esta sofisticación le siguió una intervención del decorador William Piedrahita a base de muebles, tapetes, cuadros y porcelanas, que con mucho acierto mantuvo la neutralidad de la arquitectura y el esplendor del jardín. Después, según me contó un vecino que dice haber llegado al barrio por la época en que la propiedad pasó a manos de la Comisión de Estupefacientes, El mexicano redecoró la casa a punta de espejos, griferías, muebles exóticos y otros favoritos asociados con el éxito del negocio de la cocaína. Luego vino el cuidado descuidado de Estupefacientes, época en la que la casa fue saqueada hasta el último baldosín. Luego, ya sin nada de «valor», fue dejada a merced de unos indigentes de buen gusto que se la apropiaron y como lo recuerda quien me lo contó: “una noche, a mediados de los años 1990, el fuego con el que cocinaban y se calentaban se salió de control, la casa se quemó por completo, y acá llegaron ambulancias, máquinas de bomberos y carros de policía, por docenas, pues se sabía de los ocupantes y se temía que los hubieran quemado. Fueron ellos mismos quienes contaron lo que pasó”.

Aun con la casa devastada, el POT-2000 designó el predio como “institucional”, lo que motivó que una «institución» como el Colegio Liceo Francés tratara de comprarlo, como lote. El colegio adelantó un concurso arquitectónico entre exalumnos para estudiar la posibilidad de instalar ahí el preescolar del colegio. Pero en medio del concurso, según deduje de lo que me contó uno de los participantes, se les apareció el fantasma de la casa con el mensaje que el precio se estaba subiendo dramáticamente. El motivo: que esa tierra «vale mucho” y tiene «muchos interesados”. Como si el valor–patrimonial de una mansión moderna de más de 700 m2, con su excepcional jardín de casi 5.000 m2, careciera de mucho valor y mucho interés. Y como si el valor–económico del suelo fuera algo independiente de las normas de uso y altura que se producen entre las oficinas de Planeación Distrital y Camacol.

El paso de un predio institucional a un baile del millón tiene un precedente inmediato a pocas cuadras de La cabrera, en el Colegio Femenino de Colsubsidio, en Rosales. Situado en la calle 79B entre carreras 4 y 5, este predio también tenía un uso institucional, además de un edificio con protección patrimonial. A pesar de ello, la restricción desapareció, el uso cambió, el precio subió geométricamente y del predio brotó el conjunto Serranía de los Nogales, tal como del predio de El mexicano pronto brotará una Serranías de la Cabrera.

Aunque no es el caso porque la propiedad ya no pertenecía a los herederos de Rodríguez Gacha sino de una entidad estatal, es un hecho que muchos propietarios de casas y predios con restricciones patrimoniales están maniatados. Para defenderse, reclaman con razón que la Constitución del 91 protege la propiedad privada, y tienen razón. Sin embargo, la misma Constitución establece que la propiedad privada “tiene límites” y que será la ley la que determine el alcance de la libertad económica cuando “así lo exijan el interés social, el ambiente y el patrimonio cultural de la nación”. El problema se puede explicar como un asunto de falta de relación entre valor económico y valor patrimonial, o de falta de relación entre la esfera privada y la esfera pública.

Sin referirse a las esferas, el espíritu de la Constitución es evitar casos como la depredación que ya se dio con la Casa Shaio, o con la desaparición en curso de la Reserva Thomas van der Hammen. Dicho de otro modo: el espíritu de la ley apunta a proteger simultáneamente el interés público y el privado. O a evitar el abuso de poder en beneficio de uno u otro.

En la práctica, están por un lado los que consideran que eso del valor patrimonial es una tontería, y por otro los que consideran que eso del valor económico es una sinvergüencería. No obstante, más allá de los individuos que piensan de uno u otro modo, están las instituciones y las tradiciones que nos permiten pensar y proceder tan simplonamente y con tal falta de seriedad.

En un Estado serio, dice Héctor Abad, no se permite “que una ventana y una sala se vuelvan garaje [porque] uno no hace lo que le da la gana ni siquiera en su [propia] casa”. Esto a propósito de que su mamá alguna vez “compró un pichirilo, tumbó una pared del frente de la casa, y metió a su majestad el carro en la biblioteca a que goteara aceite” sobre un periódico. Antes de la Constitución de 1991, este improvisado garaje no era inconstitucional porque lo que alguien hiciera con su casa pertenecía a la esfera privada, como si se tratara de tatuarse un delfín en el cuello. Hoy, en una época diferente, el derecho del delfín continúa siendo parte de la esfera privada. El derecho del pichirilo ya no lo es.

En un Estado serio, digo yo, la esfera pública sería tan importante como la esfera privada; el valor económico sería tan valioso como el valor patrimonial y los alcaldes se dedicarían a administrar la ciudad, no a planearla. Y en una ciudad seria, nadie podría hacer lo que le dé la gana, empezando por Camacol y el alcalde de turno. Además, las intervenciones patrimoniales tendrían fines menos vulgares, por ejemplo: el colegio de Colsubsidio sería el preescolar del Liceo Francés, la casa Shaio sería un museo de arquitectura moderna, y la reserva van der Hammen sería el Centro de la Sabana de Bogotá.

* La primera imagen viene de la agencia de noticias de la Universidad Nacional. La segunda es del autor.

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LC Bogota

A veces toca…

No hay muerto malo ni novia fea
Refrán popular

Es muy mal visto en nuestra cultura hablar mal del difunto o de la belleza de la novia. También es políticamente incorrecto denigrar de un personaje prestigioso o de su obra, especialmente si está muerto. Pero a veces toca…

Cuando el arquitecto suizo Le Corbusier visitó por primera vez Bogotá en 1947 ya era conocido mundialmente. Por eso, cuando a raíz del “bogotazo” del 9 de abril de 1948 el centro de la capital quedó semi destruido, las autoridades se acordaron del señor de corbatín, gafas redondas con montura gruesa y negra y vestido del mismo color, y lo contrataron para que diseñara un Plan Director que los urbanistas Josep Lluís Sert y Paul Lester Wiener convertirían en el Plan Regulador de Bogotá.

Entonces Corbu –como le decían quienes le tenían algo de confianza y mucho de envidia– empacó en una maleta de cuero, junto con su corbatín y su vestido negro, las teorías del momento sobre la arquitectura y la ciudad y viajó a Bogotá. Al llegar desempacó sus ideas sobre la Ciudad Radiante y los postulados del CIAM –Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna– y, todavía frescos, los puso sobre el papel y los aplicó ante la mirada respetuosa y complaciente de los arquitectos locales.

Su propuesta fue arrasar con las viviendas actuales y remplazarlas por cajetillas de cigarrillos de 15 o más pisos alineadas en riguroso orden militar, y separar funciones como lo exigía el CIAM: habitar, trabajar, cultivar el cuerpo y el espíritu, y circular. Desaparecía la calle –espacio público por excelencia– con su mezcla de funciones y actividad permanente, y –como lo demostraría posteriormente Jane Jacobs– generadora de relaciones humanas. La plaza, reconocido sitio de encuentro y socialización, rodeada de cafés que se rebelan y se salen del local para recibir al transeúnte que quiere ver y que lo vean, sería remplazada por desoladas extensiones de prado separadas por vías que aíslan una actividad de otra. La vivienda en altura se proponía en términos de salud y no como generadora de relaciones sociales.

El Centro Cívico propuesto implicaba demoler gran parte del centro actual, para hacer –al occidente de la Plaza de Bolívar– una explanada de 600 metros de larga y 200 de ancho –donde cabrían 12 plazas de Bolívar–, posiblemente un rezago de las ideas fascistas que le atribuyeron durante la guerra. Alrededor se ubicarían los edificios gubernamentales.

Hace medio siglo murió Le Corbusier, oportunidad que ha sido aprovechada para hacerle numerosos homenajes, elogiosos artículos y comentarios agradecidos ensalzando al Maestro. Lo que nadie se ha atrevido a decir es que la pobreza y la falta de voluntad política no permitieron desarrollar el ambicioso plan, y nos salvaron de una verdadera catástrofe que nos habría convertido en el ejemplo de la no-ciudad, producto de una planeación tan utópica como absurda.

Yo sé que es políticamente incorrecto denigrar de un personaje prestigioso o de su obra, especialmente si está muerto. Pero a veces toca…

* Imagen de Le Corbusier en Bogotá. Fondation Le Corbusier © FLC-ADAGP

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